Las relaciones de Rusia con Occidente han estado regidas, a lo largo de los siglos, por una curiosa ley de atracción y repulsión.
El zar Pedro I protagonizó uno de los periodos de máxima atracción de Rusia por Occidente desde que abandonó el Kremlin por su nueva capital, San Petersburgo, abierta por mar a la Europa Occidental. Viajó de incógnito a varios países europeos y su admiración por la civilización occidental le llevó, entre otras cosas, a prohibir el uso de las largas barbas tradicionales entre los nobles cortesanos. También modificó el calendario ruso, en el que los años comenzaban en septiembre y su cómputo se originaba en lo que la Iglesia Ortodoxa había establecido como año de creación del mundo. Consciente del atraso ruso respecto a la Europa del Renacimiento, se esforzó porque en Rusia penetrase algo del pensamiento occidental y su manera de vivir.
Si Pedro I representó un máximo en el ciclo de atracción, es indudable que Stalin lo hizo en el de la repulsión. Rusia (entonces URSS) se cerró a un mundo que tenía por hostil.
Poco tuvo que opinar el pueblo ruso, pues los ciclos de atracción y repulsión fueron producto exclusivo de la voluntad o los caprichos de los dirigentes políticos del momento.
Cabe constatar que muchos de estos ciclos se sucedieron casi automáticamente, por pura necesidad, y que a un periodo de repulsión y cierre sucedía otro de atracción, para compensar los inconvenientes percibidos en el ciclo anterior. Algunos analistas rusos consideran que Ucrania es una amenaza para Rusia, no para su seguridad sino para su instrumento propagandístico. El Kremlin desea el fracaso del modelo de desarrollo ucraniano para que el pueblo ruso lo rechace. Desde Moscú se observa con recelo el desarrollo político de la Ucrania postsoviética.
Los futurólogos suelen exagerar las situaciones que anticipan en sus especulaciones, pero ciertos argumentos poseen peso suficiente para ser considerados. Si Ucrania tiene éxito en su aproximación a Europa, como se piensa en algunos círculos de Kiev, esto será la condena del “capitalismo de KGB” instaurado por Putin en Moscú. Resolverá, de una vez para siempre, el viejo dilema entre europeístas y eslavófilos en amplios sectores de la opinión rusa.
Un analista ruso escribe: “Si prosigue la paranoia antioccidental del Kremlin y persiste la idea de una alianza euroasiática con China, veremos a este país dominar Siberia y nuestro Lejano Este. Y, aún peor, esa Rusia debilitada, legado del erróneo rumbo impuesto por Putin, acabará perdiendo el favor de los pueblos del Volga y del norte del Cáucaso, dominados por un islamismo en auge que no hace diferencias entre Rusia y EEUU al definir al satán occidental”. La predicción sigue: “El resto de Rusia acabará uniéndose a Ucrania, que entonces ya será miembro de la Unión Europea”.
Los que así opinan, en Moscú o en Kiev, prevén que, en unos pocos decenios, de seguir la política preconizada por el tándem Putin-Medvedev, se cerrará sobre sí misma y volverá a sus orígenes la Historia de Rusia, que nació a finales del siglo IX en torno a Kiev, capital de la vieja Rus. Tras haber sido dominada por los mongoles, los lituanos y polacos, los zares de Moscovia, el régimen soviético y el putinismo final, sueñan con que Kiev recobre la hegemonía política en la Rusia del futuro.
Los sueños, sueños son, pero a veces hunden sus raíces en la Historia. Aunque el sueño de los ucranianos en Kiev y de los visionarios de Moscú esté hoy ensombrecido por el poder de las mafias corruptas que dominan la política en ambos Estados, siempre quedan quienes se esfuerzan por alcanzar un futuro más atractivo.
Por Alberto Piris
General de Artillería en la reserva