Desconozco, aunque los intuyo, qué motivos llevan a la muchedumbre a preguntarse si vivimos o no en democracia.
Ciertos comunicadores, asimismo tertulianos de diferente catadura y engreimiento, responden con firmeza que sÃ, para enseguida añadir “pero mejorableâ€, claro matiz contradictorio.
Esta democracia es una estafa… Foto: fabdangoTal menoscabo implica, de hecho, un escenario muy diferente a lo afirmado, ora por prejuicios ora por avenimiento a la corrección polÃtica. Los objetos (entes incluidos) son o no son. Resulta imposible -sin producir algo diferente- enmendar la realidad, su inmanencia; sà pueden alterarse sus formas y comportamientos. Corregir algo significa carecer de la sustancia que lo define, por tanto evidenciar su entelequia. Cualquier piedra a la que pongamos unas patas para aumentar su comodidad, verbigracia, al no modificar la esencia seguirá, en el fondo, siendo piedra; nunca silla. Cuando vislumbramos nuestra democracia como ente perfectible, estamos constatando su mentira.
La democracia no es un concepto, ni convicción. Tampoco la ausencia, efectiva o aparente, de un poder omnÃmodo; menos su existencia formal más allá de la soberanÃa popular. Dos principios caracterizan el sistema democrático: Una Constitución, aprobada por el pueblo en referéndum (esencia soberana), capaz de ordenar la convivencia colectiva y separación rotunda de los tres poderes constitutivos del Estado.
Esta democracia nació impura, contaminada, pues al texto constitucional se le agregó, de rondón, la forma de Estado (MonarquÃa o República) identificando democracia, anhelada mayoritariamente, con monarquÃa, factor impuesto y de inequÃvoco rechazo. El referéndum, asÃ, quedó sujeto a una burda manipulación y la soberanÃa popular escarnecida. Una Ley Electoral ad hoc redujo a cenizas la independencia del poder legislativo y, años más tarde, Alfonso Guerra (aguerrido defensor de los descamisados y probo demócrata) enterró la independencia del poder judicial. Tras estas reflexiones, puedo declarar que jamás advertà democracia alguna y tengo casi setenta años. Aznar, pasados tres lustros de gobiernos socialistas, prometió regenerar la vida pública; palabra que quedó, como tantas otras, en agua de borrajas.
Voceros diversos pretenden vivificar lo inexistente exaltando las formas a modo de columna vertebral democrática. Es decir, confunden a conciencia, pompa y sustancia. Votar cada cierto tiempo (entre múltiple hojarasca) no constituye, ni mucho menos, la médula entre las democracias de nuestro entorno. A cambio, imponen a los ciudadanos leyes restrictivas que ellos incumplen arbitrariamente, arrasando incluso derechos individuales, a la vez que disfrutan de toda impunidad. Las formas, a cuya sombra se quebrantan cada dÃa igualdades y justicias, sólo son importantes, imprescindibles, en GeometrÃa.
El colmo de la desfachatez lo protagonizó Rubalcaba un trece de marzo trágico cuando previno: “España no se merece un gobierno que mienta†e inauguró la engañifa como método de jurisdicción. Acababan de matar a ciento noventa y dos españoles y Rubalcaba, segundón, daba la puntilla a España. Propició el gobierno de Zapatero donde la mentira, la doblez y la incompetencia alcanzaron grado de categorÃa. Con todo “talante†se empezó a reeditar el enfrentamiento cainita, la división entre las dos Españas, ya casi olvidada setenta años después de haber terminado una guerra fratricida y cruel. Se cometieron demasiados excesos, aun el intento antidemocrático, incalificable, de gobernar frente a la mitad de los españoles con la valiosa colaboración de partidos nacionalistas, cuyo odio a España manifiestan con frecuencia. A aquel antecedente se le denominó Pacto del Tinell.
Un presidente abarrotado de complejos, inhábil para ocupar el cargo, procuró borrar siete décadas de Historia y lo consiguió, salvo ganar una guerra que alguno de sus predecesores habÃa perdido. Resucitó las dos Españas (que “le helarÃan el corazónâ€, en boca del poeta) con la Ley de Memoria Histórica, más que otra cosa revancha jurÃdica inútil e inconveniente. Potenció y polarizó el nacionalismo catalán al que dotó de un Estatuto cuyas secuelas, de alcance infravalorado, están por ver. Veo en el horizonte, según conjeturan los hechos, una vuelta a las andadas, a aquella declaración del Estado Catalán por Companys en octubre de mil novecientos treinta y cuatro. Destrozó un partido que, cargado de luces y sombras, es necesario para la gobernabilidad y la paz. Por último, condujo a la miseria más absoluta a una nación desequilibrada en su ordenación económica a la que, además de postergar toda solución, hundió irremisiblemente efectuando un derroche sin freno.
Hoy, seguimos igual. Padecemos un presidente huido, presuntamente acobardado por las dificultades, y un gobierno sosias del anterior. Hemos traspasado todas las lÃneas rojas institucionales, judiciales, financieras, éticas e incluso legales. El humo, la patraña y la corrupción imperan por doquier, campan a sus anchas, ante la mirada impotente de un ciudadano pusilánime pero harto. Seis millones de parados, junto a la vileza, desesperanza e inquietud colectiva, se dejan sentir sin otear ninguna alternativa. ¿Vivimos en democracia? No, empezaron dándonos gato por liebre y al final se ha materializado una gran estafa. España, desde hace tiempo, es la fabulosa cueva de Alà Babá donde muchos, invocando aquella palabra mágica (democracia), han amasado enormes, misteriosas y espurias fortunas.