Oponerse a leyes injustas contra la inmigración ilegal es un derecho inalienable de todo ciudadano.
Van a merecer igual castigo quienes intenten ayudar a un extranjero que quien se aprovecha de él y le explota. Al menos así se desprende del anteproyecto de modificación de la Ley de Extranjería en España. Vivimos en una neurosis de rechazo al inmigrante, como si nosotros no hubiéramos sido emigrantes durante siglos. ¿Se puede imaginar la historia del continente americano sin la acogida a millones de europeos que, por razones económicas o políticas, buscaban una tierra de acogida para iniciar una nueva vida?
Los más poderosos países europeos edificaron su «revolución industrial» y su modelo de «desarrollo», gracias a las materias primas y a la fuerza de trabajo de países y pueblos de toda África, Latinoamérica, Australia, e incontables de Asia.
¿Hubieran podido los países europeos alcanzar los niveles de riqueza, educación y bienestar sin la explotación de las riquezas de colonias en otros continentes? Luego, tenemos un deber de reparación, de restitución de lo robado y de compartir lo adquirido con el lucro cesante que padecieron. Los inmigrantes no hacen más que devolvernos las visitas que les hemos hecho durante siglos. Ya conocen el camino que aramos en sus espaldas y en sus tierras.
Pero, cuando llegaron tiempos de hambre, posguerras, paro obrero y los horrores de los totalitarismos ideológicos, bien que pedimos asilo en las mismas tierras que habíamos explotado. Y nos acogieron sin calificarnos de «sin papeles» ni catalogarnos como «ilegales». «¿Puede ser ilegal un ser humano?», se pregunta Juan Goytisolo en Objeción de conciencia.
Que es la actitud que nos corresponde a nosotros, ciudadanos del mundo, ante las leyes injustas, por inhumanas, aunque sean legales. También fueron «legales» los campos de concentración nazis y soviéticos, la Santa Inquisición, la pena de muerte, la tortura, la discriminación racial, de género e ideológica, llegando al paroxismo de la «esclavitud legal» en tantos Estados hasta hace poco más de un siglo.
El derecho de resistencia al tirano se convierte en un irrenunciable deber cuando padecen los más débiles, los sin voz, los desarraigados, los expropiados y explotados, los huérfanos y las viudas, los niños y los ancianos, los inmigrantes, los marginados y los excluidos, los pobres y los enfermos. Toda clase de perseguidos por causa de la justicia. Entre ellos, los hombres y mujeres que tienen derecho al trabajo, a una vivienda digna, a la educación, a prestaciones sanitarias y a un entorno habitable.
Ante las leyes que se preparan para controlar a los inmigrantes, es preciso alzar nuestra voz y tomar partido.
No «todo vale» por parte del Estado, en nombre de la seguridad, sino es como fruto de la justicia que corresponde a una sociedad de hombres y mujeres libres, compartiendo las conquistas de la ciencia, de las técnicas, de la inteligencia y del esfuerzo en igualdad de oportunidades.
No se trata de buenismo ni de tolerancia. Sino de acoger y de comprender, de compartir y de volar como alas de un mismo sueño.
En otro memorable artículo, Maldita hospitalidad, El País (8-3-09), Soledad Gallego-Díaz, promueve el manifiesto Salvemos la hospitalidad (http://www.dosorillas.org/spip.php?article1833). En él se afirma que «el Estado español pierde toda legitimidad ético-jurídica cuando legisla contra el contenido esencial de los Derechos Humanos, despoja de ayuda a las personas en situación irregular y pretende intimidar a quienes ejerzan la hospitalidad y el cuidado del otro».
La hospitalidad, probablemente uno de los conceptos más antiguos y conmovedores de la humanidad, escribe Soledad, se ha convertido en una falta grave, que el Estado tiene que erradicar a toda velocidad. Quedaba por aclarar que quienes se atrevan a acoger o ayudar a los inmigrantes en situación irregular, es decir, a seres humanos que no han cometido ningún delito, serán también perseguidos por el Estado. Pero lo que importa no es la benevolencia con que se aplique este artículo de la ley, sino la profanación que supone su simple enunciado. Profanación no es una palabra religiosa. Significa deshonra, uso indigno de algo que se considera respetable y las leyes deberían entrar en ese apartado. El concepto de hospitalidad era una obligación impuesta a los humanos en la antigÁ¼edad, una manera de hacerles hombres y mujeres. No se trató nunca de una virtud moral sino de una responsabilidad. No se trata de ser «hospitalarios» porque somos buenos, sino porque es una dimensión antropológica del ser humano.
Oponerse a leyes injustas que países europeos han puesto en marcha contra la inmigración ilegal es un derecho inalienable de todo ciudadano. A los más afectados por la crisis sólo les queda hoy la solidaridad, pues «la patria está allí en donde podemos vivir bien».
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la UCM. Director del CCS