Cuando los españoles depositan su voto (tras un periodo de añagazas denominado campaña electoral, y el pertinente aparte reflexivo), los políticos acostumbran a calificar este laxo acontecimiento fiesta de la democracia. Constituye el paradigma bochornoso del maquiavelismo rancio. Sin embargo, creo que tal epíteto forma parte inseparable de un marketing con que se vende toda mercancía, aun improductiva y caduca.
Desconozco las razones que impiden relacionar, en justa correspondencia, el periodo hábil del impuesto con alguna referencia ingrata, onerosa, aterradora. Podrían bautizarlo, verbigracia, “el averno temporal del IRPF” por su equiparación con el llanto y crujir de dientes que recogen los evangelios. Al fin y a la postre, este último destino encuadra mejor la realidad del individuo -(des)preciado contribuyente- que aquella que lo concibe ciudadano modesto.
Ignoro quién fue el preboste que tuvo la ocurrencia de apellidar “pública” a la Hacienda. Preferir tal apellido a “nacional” debió sustentarse en poderosas razones que se nos escapan al común. Hoy, casi seguro, el español medio la inscribiría con igual apellido pero por razones distintas. Como bien sabemos, pública significa que pertenece al Estado pero también, en este género, mujer de vida alegre, prostituta, mantenida. A un Estado Social y de Derecho real, no de iure, corresponde una Hacienda Pública, tomada en su primer sentido. España, ahora mismo, encarna la corrupción, el nepotismo, la arbitrariedad, el fraude. Por tanto, el Estado navega sin rumbo en tan procelosas aguas y su Hacienda Pública goza del predicamento moral y de la decencia que pregona su segunda acepción.
Quizás algún lector, henchido de indulgencia, opine que mis palabras implican haberme pasado algunos pueblos en el paralelismo. Veamos. “A tal puta, tal rufián” asevera una sentencia popular. Toda prostituta que se precie tuvo, tiene y tendrá su chulo. Hoy Hacienda está plagada de chulos a tenor de la enorme cantidad, según los medios, de evasores, defraudadores y otros que evitan pasar por caja con tácticas que bordean la ilegalidad. Las clases medias (sus distintos estratos, cada vez más proletarios) enjoyan, enriquecen, esa Hacienda pinga que gozan -casi con exclusividad- financieros, políticos y comparsas abundantes que conforman el amplio colectivo macarra.
Multitud de gentes, adscritas a esta subespecie trincona, se encaman con tan libidinosa hembra, quien busca la compañía del poderoso mientras desprecia amores (en ocasiones platónicos) y renuncias humildes.
Es curioso cómo millones de euros pasan la criba del capricho mientras decenas -a lo peor centenas- inculpadas por error o por inercia, quedan sujetos al tupido cedazo de la discriminación ignominiosa. Conozco el caso cercano de un familiar que hubo de pagar casi quinientos euros por el yerro que evidenció la declaración paralela. Fue un desliz lógico, sin otro deseo. Se debió al producto inconsciente de una rutina. Meses después, consideran los responsables -motu proprio, sin otro basamento- que hubo intencionalidad y le multan, por falta leve, con ciento cinco euros. ¿Hay cautela o podemos atribuirlo a una ligereza de buscona? Aunque acometo una alegoría, pido disculpas por el hipotético carácter de la ramera.
No me importaría, como a la mayor parte de compatriotas, cumplir mis obligaciones fiscales si la dama fuera casta. No me enfurece contribuir a la redistribución justa de la riqueza, ni al equipamiento social, si ello dominase los esfuerzos personales e institucionales de quien tiene responsabilidades gubernativas. Me temo, por el contrario, que la práctica diaria se opone a estos objetivos; que las prioridades se alejan de todo proceder ético.
“Corte, puta y puerto, hacen al hombre experto”, introduce un proverbio anónimo y redondo. Consecuente con él, al individuo crítico e informado le cuesta horrores (tanto económicos como administrativos) terminar a gusto la primavera. Tarda en hincar el diente al hecho ingrato de presentar la declaración de la renta. A mí me pesa, tanto que lo hago en las últimas horas, apartando cuanto puedo el doble y vano disgusto; dar ese paso donde la estafa, el latrocinio (ambos tolerados), adquieren categoría evidente. Reitero. Me perturba que entre SICAVs, amnistías fiscales, prescripciones y otras maniobras que la élite permite o aprovecha, los poderosos evadan miles de millones. Luego se recuperan con recortes y subida de impuestos. Abonarán los de siempre. A su pesar, el doble castigo a que someten a la masa no sirve para abrir los ojos cegados, de estatua, que exhibe una sociedad roma, crédula y paciente. Cuando estos pormenores (o pormayores) que dibujan la descomposición del Estado, junto a seis millones de parados, no provocan el estallido social, tenemos bien ganado el suplicio presente y la negación despectiva del mañana.
Verdad es que Hacienda (en sentido amplio, general) muestra el estilo antojadizo, veleta, de una meretriz cualquiera que goza con quien quiere; siempre sujetos adinerados. Al parecer, incluso, la prostitución sirve como método de blanqueo y evasión de capitales. No me sorprende.
Albert Camus dio en el clavo cuando pronosticó que: “La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas”.