Partamos de la base de que el concepto “derecha”, al igual que el concepto “izquierda”, más allá de ser términos nostálgicos utilizados para desprestigiar al contrincante político (algo de lo que Schopenhauer estaría probablemente muy orgulloso), no existen. Y si no existe un lado, ni existe el otro, tampoco obviamente puede existir un punto equidistante a ambos, es decir, no existe el centro. Por tanto, estar en un lado, estar en el otro, o en el medio de ellos, es estar en la nada, algo que solo podría interesar a Bastián, el conocido protagonista de la Historia Interminable de Michael Ende.
Por otro lado, esta absurda (aunque no nueva) contienda, pierde su sentido en el siglo XIX cuando se pacta (con la aquiescencia borbónica) el turnismo entre los dos grandes partidos, enterrándose al antiguo partido moderado y dando lugar al bipartidismo entre el partido liberal y el partido conservador. Aquí muere el debate izquierda-derecha, convirtiéndose esta pelea en un mero juego de entretenimiento que más serviría para un cuadro de costumbres de una obra de Galdós que para cualquier debate político.
Así pues, no hace falta ser ministro para establecer un claro símil entre la situación política del siglo XIX y la situación actual, donde se ha enterrado un partido político (el antiguo PP) y se ha fundado uno nuevo previo puntapié a los críticos, liberales y no genuflexos. Acto seguido, los dos grandes partidos, tras un cambio de régimen firmado en los despachos, se repartieron el poder (con el pretexto de enterrar la crispación), manteniendo intacto el hiperestado, enterrando la democracia (usurpando al pueblo su legítima soberanía) y restableciendo un sistema de castas.
Los dos hechos que desencadenan esta situación son el golpe político del 11 de marzo de 2004 y la derrota pepera en las elecciones de 2008, con el ulterior congreso de Valencia (ahora en la ruina) donde Mariano Rajoy es nombrado sultán del centro reformista. Así, el partido conservador entierra (gustosamente) su pasado, decide fulminar a una parte de su estructura y pacta con el partido de la oposición el turnismo borbónico que se hace patente cada día. Nunca un gobierno conservador tuvo tanta mayoría parlamentaria y nunca fue tan antiliberal y keynesianista como el gobierno del PP. Y nunca la izquierda del PSOE fue tan anti 15-M y social-demócrata como en la actualidad.
Si lo que enriquece la democracia es el debate, la confrontación de ideas y en última instancia el yin y el yang político (que me perdone Lao-Tse por el símil), es decir, los opuestos complementarios, está claro que la democracia en España es un concepto pre decimonónico. Ni siquiera en el Partido del Movimiento había tanta uniformidad como hay ahora entre los dos grandes partidos. Y nunca en nuestra historia (con permiso de Fernando VII y de las checas republicanas) hubo más políticos que jugaran a jueces, más jueces que editorializaran sobre cuestiones políticas y más periodistas que dictaran sentencias vía editorial a doble cara.
Nos guste o no, el estado español está difunto. Y no lo remató el nacionalismo, el secesionismo, ni el terrorismo pachanguero (si es que son estas tres, cosas distintas), sino que lo socavó el borbonismo corínico, el montorismo rajoyesco y el zapaterismo rubalcábico. Y si ustedes a estas alturas creen en los Reyes Magos y piensan que estas tres cosas no son uno, es que no han entendido nada.