Afortunadamente, una cesárea “in extremis”, a las 27 semanas de gestación, dio fin a un embarazo que no sólo iba a resultar inviable -por incubar un feto sin cerebro y, por tanto, sin ninguna posibilidad de supervivencia-, sino que representaba un grave riesgo para la madre, una mujer joven afectada de lupus y problemas renales. Sin embargo, una legislación sumamente restrictiva le impedía abortar bajo ningún supuesto, por estar expresamente prohibido en la Constitución y ser castigado con penas de cárcel. Esta irracional situación ha traspasado fronteras y ha despertado el interés y la solidaridad del mundo entero. Pero no se ha resuelto.
Hasta llegar a la cesárea (que no es un aborto, sino un parto), Beatriz tuvo que batallar legalmente ante las máximas instancias judiciales de su país, El Salvador, en busca de amparo ante la Corte Constitucional y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que le permitieran abortar a causa del peligro que suponía para su vida ese embarazo, según habían advertido sus médicos. A pesar de tales recomendaciones, los médicos tampoco podían hacer nada y menos aún practicar un aborto terapéutico pues la misma ley que penaliza la interrupción del embarazo también castiga con cárcel al facultativo que lleve a cabo tal intervención, aunque sea para salvar la vida de una madre.
Dos meses tuvo que aguardar Beatriz para conocer el fallo del Alto Tribunal, consistente en rechazar la solicitud por ser contraria a la Constitución. Y es que en El Salvador, un país de Centroamérica, está prohibido abortar bajo ningún concepto y la Carta Magna así lo recoge en su articulado. Dos meses en los que el embarazo siguió su curso y agravaba el estado de salud de la madre. La instancia judicial continental a la que también había recurrido, la CIDH, concedió el último día de mayo pasado el amparo solicitado, exigiendo además a El Salvador que aceptara el cumplimiento del tratamiento médico recomendado de interrumpir el embarazo. Toda una batalla legal para permitir un acto médico que debería situarse por encima de consideraciones morales y que, por suerte para la desgraciada mujer, la naturaleza se encargó de resolver.
Beatriz, ingresada durante ocho semanas en un hospital por las complicaciones de su embarazo, empezó con contracciones y hubo necesidad de practicarle una cesárea para facilitar el alumbramiento. El niño nació con la anencefalia (sin cerebro y, por tanto, sin el mínimo soporte neurológico-estructural para la vida) ya diagnosticada y sólo sobrevivió cinco horas. Los médicos creen que no sufrió por la ausencia del hipotálamo, pero Beatriz se sometió a un tormento indescriptible por consideraciones legales basadas en fundamentalismos morales y creencias personales que en nada deberían haber condicionado la actuación de la ciencia médica.
Es esa intransigencia fundamentalista la que ejerce una crueldad inhumana de carácter criminal al imponer su criterio –muy respetable en el ámbito individual- al conjunto de la sociedad mediante leyes irracionales que pretenden tutelar el comportamiento de los ciudadanos basándose en cuestiones religiosas. Salvo los médicos, nadie atendió los requerimientos de una madre en grave peligro vital ni hizo nada para que prevaleciera su derecho a vivir. Antes al contrario, tanto ella como los profesionales sanitarios que la atendieron, sufrieron enormes presiones de los sectores más ultraconservadores, de las organizaciones antiabortistas y de la Conferencia Episcopal de El Salvador, que se oponían radicalmente a que se interrumpiera el embarazo, aunque fuera para salvarle la vida. En todas las misas de domingo, por ejemplo, la Conferencia lanzó una campaña para que se sermoneara sobre el derecho a la vida y sobre el –supuesto- respeto a los derechos humanos que decía defender la Iglesia salvadoreña. Preferían muerto a un adulto nacido que malograr la improbable existencia de uno por nacer. Puro fundamentalismo.
Confunden lo legal, lo científico y lo moral, planos que ya se encargó de aclarar Juan Masiá Clavel, sacerdote jesuita y profesor de bioética de la Universidad católica Sophia, de Tokio, y tratan al conjunto de la población cual menores de edad que participan de su misma ignorancia. Una despenalización legal del aborto (de la que España precisamente hace renuncia movida por idéntico fundamentalismo) no significa una justificación moral del mismo ni una definición científica del momento en que se inicia una nueva vida, sino que determina el área de protección de un bien jurídico. Pero, para los creyentes, pecado y delito es lo mismo, y presionan a los gobiernos para que impongan mediante leyes esa aberración conceptual al conjunto social, sin respetar opiniones disientes ni la laicidad del Estado.
Y en una clara actitud hipócrita, esos sectores fundamentalistas que pregonan la defensa de la vida del nasciturus, no muestran semejante apoyo a leyes que ahora se recortan o eliminan por motivos contables y de las que dependen la crianza, sanidad y educación de niños con malformaciones o abandonados, familias en riesgo de exclusión, etc. Incluso, en el colmo de la contradicción, manifiestan su simpatía por la pena capital en determinados delitos francamente abominables. Y es que, más que abanderar una actitud moral, están intentado imponer criterios ideológicos.
Detrás de Beatriz en El Salvador –y en otros lugares del mundo- hay millones de mujeres en situaciones parecidas, a las que se les hace sufrir y arriesgar la vida por fundamentalismos morales que cercenan la libertad de las personas, coaccionan la actuación de la ciencia y obstaculizan la independencia y neutralidad de las leyes, todo ello en detrimento de los más desfavorecidos y desafortunados. Porque, como reconoce Sara García, la psicóloga que ha asistido a Beatriz, “las ricas abortan, las pobres se desangran”. Un problema sin resolver. La ley sigue prohibiendo abortar en El Salvador y próximamente lo hará muy restrictivo en España. Puro fundamentalismo globalizado.