España, su ancha piel de toro, queda aturdida por un penetrante clamor que recorre contumaz los cuatro puntos cardinales. No queda ningún hispano ayuno de noticias que pregonan la podredumbre aguda que campa y asola una gestión política asimismo desastrosa. Achiquemos la vista, corramos un tupido velo, ante presuntas interacciones entre corrupción, prensa y judicatura. Ahora toca focalizar esta lacra antisocial, desde una perspectiva únicamente crematística, en la esfera política. Resultaría insólito que tales miserias fueran exclusivas de la clase gobernante o afectasen sólo a nuestro país. Constatar su universalidad no debiera servir de consuelo ni de merma en su trascendencia. Precisamos una seria intervención -sin miramientos- para establecer responsabilidades, requerir el reintegro de lo distraído y reclamar un castigo justo que recaiga sobre los culpables.
Corromper, afirma el DRAE en su primera acepción, significa: “Alterar y trocar la forma de algo”. Corrupción, corrobora dicho diccionario en su acepción tercera, significa: “Vicio o abuso introducido en las cosas no materiales”.
«El dinero fabrica esclavos coyunturales;
la corrupción mental,
el dogmatismo,
lo hace de por vida.»
Semejante ajuste léxico deja al descubierto un desliz colectivo. Proferimos corrupción cuando queremos decir latrocinio. Llenar la mano de miserable sustancia monetaria extraña a toda quiebra formal. Es un yerro parejo al que comete quien habla de amor y se refiere a sexo. Los que armonizan hechos y vocablos; aquellos que identifican corrupción con sinvergÁ¼enzas, ladrones u otros epítetos exactos, lo hacen por inercia, inconscientes, sin cuajar un mínimo proceso intelectivo, censor, que aúne expresión y realidad. No conozco, al menos, a ningún semejante -más o menos próximo- con el ánimo presto a establecer tan complicada diferencia.
Desde mi primer recuerdo político, la corrupción (en sentido procedente) se convirtió en hito definitivo que deslindaba al poder del individuo de a pie; una constante propia de cualquier régimen pese a ímprobos esfuerzos de los intitulados democráticos por demostrar lo contrario, creando un venero corruptor. Elevadas dosis de corrupción suministraban aquellas palabras que pronunció Franco durante la manifestación de la Plaza de Oriente con el fin de acallar las protestas, sobre todo internacionales, por las ejecuciones de septiembre de mil novecientos setenta y cinco: “Todo lo que en España y Europa se ha armado obedece a una conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”.
Corrupción, y mucha, hubo en la voladura de UCD. Si nos aventuramos a considerar esta última como la madre de todas las corrupciones que han saturado el sistema actual, recorreríamos la senda que traza el seso. Basta recordar una penosa era felipista, síntoma y enfermedad, consumida por la impureza y exaltación del GAL. Aznar constituyó el complemento necesario para que, a través de dos décadas, se acometiera la mayor obra de corrupción conocida hasta entonces: la LOGSE y el adoctrinamiento antiespañol en las aulas catalanas. Aquella intentaba -a medio plazo- barbarie, incuria, laxitud. Este pretendía un manejo identitario fomentando, obscena y falazmente, el odio a España. Unos y otros incentivaron la orfandad crítica. Dejaron hacer; quebrantaron todo juramento o compromiso. Consintieron la desvertebración social como factor básico a la hora de conseguir una partidocracia abusiva y un sentimiento hostil, más que identitario, de Cataluña a España. Configuraron una fobia demasiado afín a la histórica de “las dos Españas” y que tan ricos frutos representaron, representan, para algunos; por suerte cada vez menos.
El once de marzo de dos mil cuatro, ciento noventa y dos víctimas bien utilizadas rubricaron el clímax de la corrupción política. Arrancó, aquí, un periodo de progresión geométrica que amasa un gigantismo imparable. Accedió al poder el gobernante más obtuso e infecundo desde la Prehistoria; todavía suceso inexplicado, prodigioso. Empezó con la obsesión “democrática” de aniquilar la oposición para, cuadrando el círculo, convertirse el mismo en dualidad política. ¡Qué de brotes verdes renuentes! ¡Qué de patrañas! ¡Qué de necedades! ¡Qué desastre! Rajoy sigue estanco, inmóvil, imperturbable, la misma trayectoria. Desasosiega por esa antagónica velocidad con que nos lleva a una meta incierta. Don Tancredo es el protagonista sin par de la corrupción taurina. No tenemos solución con estos políticos a los que España les incumbe un bledo.
Expongo a la consideración de ustedes gestos, actitudes y frases nutridas por un talante corruptor. Susana Díaz, tras su servidumbre institucional de luchar denodadamente contra la corrupción, insinúa que el auto de la jueza Alaya sobre Chaves y Griñán es político. Cómo encajar palabras y obras. El PP borra el disco duro del ordenador de Bárcenas tras su entrada en prisión. ¿Delito penal? ¿Corrupción permitida? ¿Impunidad política? Radicales independentistas ante la presencia de miembros del PP gritan: “Puta España” sin advertir, aviesa y manipuladoramente, divergencias entrambos. Analistas, comunicadores y tertulianos saturan -papel y éter- de ideas, clichés y eslóganes cargados de un claro efecto corruptor. El dinero fabrica esclavos coyunturales; la corrupción mental, el dogmatismo, lo hace de por vida. Es el caldo de cultivo apropiado para nutrir todo poder ilegítimo, despótico. Un Estado Liberal jamás capacita priorizar designios de alta política sobre atribuciones individuales. Si así lo hiciera, se convertiría en un régimen totalitario de hecho o de derecho.