Ya han pasado unos dÃas del triunfo en Alemania de lo que se viene llamando «merkevialismo«. Imprescindible la definición de Beck o el triunfo del titubeo como táctica del adiestramiento. El imposible pacto entre el bloque numérico mayoritario hace que solo reste esperar la conocida pareja de baile de la mantis polÃtica que vino de la extinta RDA. Parece descartado que ella baile sola, conociendo la solidez que gusta vestir la ‘Cancillera’ teutona. Y toda la ciudadanÃa europea pendiente de unos comicios, que no sin cierta razón, asumidos como propios. Algo más que un sÃntoma de la percepción que de la UE tiene la ciudadanÃa.
Estamos ya instalados en el otoño del año que que se denominó pomposamente como de «los ciudadanos», en el veinte aniversario de Maastricht (aún tengo en la retina la viñeta de terror que ilustraba algún medio de la época dicho Tratado). Tratado rubricado, premonitoriamente, en dÃas de difuntos, con el polvo del Muro y la implosión soviética aún calientes. ¿Cuántos ciudadanos de la Unión, cuántos españoles se han enterado de tan honorable propósito? Muy pocos, y siendo rigurosos, ni muchos de aquellos que se hacen llamar europeÃstas. Y esto no me lo contó nadie. Estuve presente en alguno de los eventos que con tal fin se realizaron en España. Y para los que padecemos de esta última apendicitis devenida en peritonitis que llamamos «europeÃsmo» el panorama se antoja poco halagüeño. Entre los que ven (y se retratan) la UE como una oposición restringida al funcionariado de Bruselas, los que se les llena la boca de unión polÃtica pero con suerte aspiran a cierta (incluso asimétrica, a la carta) unión fiscal bajo la égida berlinesa, el concepto de ciudadanÃa se las trae al pairo. Los egoÃsmos nacionales y el cortoplacismo campan por sus fueros a dÃa de hoy en esta zona de mercado común.
 Las bonitas proclamas de Reading u otros prebostes de esta Unión quedan el palabrerÃa hueca. Aunque sinceramente se los creyeran. Y que no nos cuenten milongas. Que si la Europa de los «pueblos» para unos, que si la cesión de soberanÃa por parte de los Estados (siempre que sea la del otro) para otros.. para ocultar el inconfesable deseo de la perpetuación de dejar la cosa más o menos igual, o peor, salvo para los mercaderes. En Barcelona asistà con estupor al pacomartinezsorianismo a la catalana que se respiraba en el Parlament. De todos los allà presentes, ninguno, al menos de quienes tomaron la palabra, tenÃa el menor interés en el «asunto europeo» que no fueran más allá de reivindicaciones delirantes, en las antÃpodas del concepto de ciudadanÃa. Y el evento se suponÃa trataba de ello. La estrella del acto, Enrique Barón, ex-presidente de la Eurocámara, en un alarde de cultismo quiso enlazar la celebración con la Constitución Antoniana de 212. Huelga decir que casi nadie se estaba empanando de lo que decÃa (y hablamos de parlamentarios, representantes públicos invitados al loable propósito y presuntamente preparados).
 Otro «momento», por destacar alguno, fue el vivido en el Parlamento Vasco con motivo del DÃa de Europa. Tampoco allà se escuchó -con la salvedad del ganador de premio periodÃstico sobre temática europea- la palabra ciudadano. Y eso que en esta ocasión se encontraban presentes europarlamentarios de todas las formaciones con representación en la Cámara vasca. Tenue autocrÃtica -alguno ni eso- para pasar, de nuevo, al mitin partidista sobre la UE, su infatigable labor… con la perplejidad de la ciudadanÃa – en esta ocasión al menos estábamos presentes  ciudadanos del común- ante tanta mediocridad. Y en estas manos estamos.
 Y vendrán las valoraciones grandilocuentes de las instituciones de la Unión. Las bondades que ofrecen Estrasburgo o el campo de coles. Las «novedades» ante las inminentes elecciones europeas (hablaremos largo y tendido sobre ello) y otros bonitos tafetanes que oculten la realidad de una «unidad» muy poco de ciudadana y muy mucho de mercadeo. Retomando la efeméride mentada por Barón -hubiése sido de agradecer un discurso en la lÃnea de su decálogo de septiembre-, y asà se lo hice saber, la UE, salvo nos pongamos manos a la obra en la necesaria transición ciudadana, tiene visos de asemejarse a los tiempos de los Severos. Unos cuantos ciudadanos libres sobre una masa informe de esclavos, porque eso y no otra cosa era la monarquÃa militar del siglo III d.C.