– Maestro, ¿por qué hay aspirantes que vienen un día y otro día, escuchan y preguntan, te hacen regalos y tú no los admites como discípulos?
– Sergei, porque están cocidos – respondió el Maestro que estaba arreglando la ribera del río.
– No te entiendo, Venerable señor.
– Pásame esos cantos rodados mientras te cuento una historia.
– ¿Puedo sentarme?
– No, trabaja. Pues bien, – prosiguió el fornido Maestro que estaba sentado sobre sus talones dentro del agua -, había un aspirante bastante holgazán y que aspiraba a la paz interior pero que dejaba todo el esfuerzo en manos del Maestro, sin comprender que nadie puede progresar por otro.
– Ni existen los atajos.
– Eso es. Pensaba que con leer las Escrituras, escuchar al Maestro y asistir a los oficios en el templo ya era suficiente. Un día, descorazonado, se dirigió a su Maestro y le dijo con un velado reproche: “Todos dicen que eres muy buen Maestro pero yo no avanzo gran cosa…”
– Eso puede tener solución – le respondió -. Busca una tierra fértil y bien regada y planta estos granos de arroz. Cuando broten, vuelve a verme y yo haré el trabajo por ti liberándote de tus ataduras.
– ¿Y dio resultado? ¡Qué buen sistema!, – exclamó el inconsciente Sergei.
– Pasó mucho tiempo y se sucedieron las estaciones, pero el campo en donde había plantado el arroz no daba brotes. Así que el aspirante regresó ante el Maestro y le dijo casi desesperado: “¡He hecho todo lo que me dijiste! Escogí una tierra fértil, no le faltó el agua de la lluvia o del riego pero ¡el arroz no brota!” “La razón – le respondió amable el Maestro – es porque el arroz que te di estaba cocido”.