Una tarde, el Maestro echó de menos una campanilla de plata que colgaba en el dintel de la baranda. No dijo nada a nadie pero el sonido de esa campanilla, agitada por el viento, le llenaba de alegrÃa. Recordaba que, tan sólo hacÃa unos dÃas, cuando uno de los monjes del monasterio le preguntó a qué se debÃa su permanente ecuanimidad y esa alegrÃa que nada parecÃa turbar le contestó riendo «Â¡Es por el sonido de una campanilla que cuelga del dintel de mi terraza! Cuando el viento la agita, se borran todas las nubes y el corazón recupera su armonÃa«.
Era un joven inteligente y capaz pero con una inquietud interior permanente. El Maestro sabÃa que tan sólo unas buenas dosis de humor y la capacidad de reÃrse de sà mismo podrÃan aliviar su estado de ansiedad permanente. Asà que el joven monje decidió entrar en el recinto del Maestro y robársela mientras éste daba su paseo junto al rÃo. CreÃa que si la instalaba en su celda podrÃa disfrutar de esa felicidad que añoraba.
Al cabo de unos dÃas se presentó el joven monje con la campanilla escondida entre su manto. Se echó a los pies del Maestro y confesó su falta y su frustración pues, por más que se pasó horas sentado ante la campanilla, el sonido de ésta no hacÃa más que incrementar su tristeza.
– Maestro, – le dijo entre lágrimas – ¿Por qué esta campanilla es para ti una fuente de alegrÃa y para mà ha sido el colmo de mi desolación?
– ¡El ciprés en el patio!, – respondió el maestro alzándole del suelo con solicitud y comprensión ante la mirada expectante de los demás discÃpulos.
Todos comprendieron el sentido de esta expresión tan conocida por los practicantes del Zen.
– El ciprés en el patio, la tetera al fuego, el trenzado de los juncos o la campanilla de plata ¿qué más da, hijo, qué más da? Se trata de vivir con plenitud cada circunstancia del dÃa, sin esperar ni recompensa ni reconocimiento alguno. No es lo que hacemos sino cómo lo hacemos. Ni aquà ni allÃ. Ni por premio ni por castigo. Se trata de aceptarnos como somos y de no castigarnos con fantasmas de la mente. Por eso, el ejemplo del Mulá NasrudÃn nos puede ayudar más que los grandes textos del Buda.