Eran las dos de la tarde de un sábado de noviembre. Yo pasaba el tiempo hojeando libros de segunda mano. HacÃa sol, pero la cara se me estaba quedando helada. A esas horas la calle estaba concurrida. Yo tenÃa en las manos un hermoso libro de dibujos que no podÃa pagar, cuando oà un gemido a mi espalda. Me volvÃ.
Era un hombre mayor, quizás de ochenta años. Arrastraba una bolsa pesada. Daba pasos muy cortos. Dos pasos pequeños y después se paraba a intentar respirar.
Muy despacio, como un hombre perdido en un desierto que llega a un pozo de agua, se acercó al dependiente de una caseta.
– Perdone – dijo con un hilo de voz- ¿compra usted libros? y con mucho trabajo le acercó la bolsa unos centÃmetros hasta sus pies.
– No, yo ya no compro libros – respondió el dependiente-, con esto de la crisis todo el mundo vende libros; estamos saturados.
– Por favor -dijo el viejo-, vengo desde Carabanchel arrastrando esta bolsa. Son buenos libros.
– Pruebe usted en aquella caseta de allÃ, – el hombre señaló al final de la calle.
El anciano miró la calle cuesta arriba como el hombre que busca un horizonte oculto detrás de las montañas. Respiró hondo y trató de avanzar. Le vi dar cuatro pasos arrastrando la bolsa, y de nuevo se volvió a parar. Luego dos pasos más. Estaba exhausto. ParecÃa que iba a derrumbarse. El anciano habÃa conseguido llegar hasta allÃ, pero ya no podÃa seguir.
– Perdone, caballero, ¿me permite que le ayude a llevar sus libros?
Doblado por el peso de la bolsa, me miró desde abajo. TenÃa unos ojos claros, brillantes; unos ojos alegres impropios de su edad. ParecÃan lagos llenos de agua.
– Muchas gracias – me respondió bajito.
Le acompañé despacio calle arriba. Me contó que él, hacÃa muchos años, también fue librero, y que en uno de estos puestos trabajó mucho tiempo.
– Ya ves – me dijo en una de las paradas para que tomara aliento-. Toda la vida trabajando, y ahora, a mi edad, tengo que verme asÃ.
Yo le miraba y pensaba en mi padre, que cuando murió debÃa tener más o menos su edad. No sé bien porqué, pero pensé que igual se conocieron porque mi padre se pasaba la vida entre estos puestos. Fue como si les viera hablando de libros una mañana cualquiera de invierno. Me imaginé a mi padre, con un par de libros bajo el brazo. Fue como un fogonazo. Sentà un escalofrÃo.
Pensé que si mi padre viviera podrÃa estar ahora igual que él, pensé en mà mismo el dÃa de mañana, sin futuro, sin dinero, sin familia o amigos. Sin ninguna esperanza ni ayuda, rodeado sólo por mis libros. Pensé en todos nosotros, en nuestra sociedad, en lo que nos habÃamos convertido. Sentà una profunda amargura. Ningún anciano debÃa quedarse solo nunca.
Miré alrededor: la gente seguÃa con sus vidas ajena a todo esto.
Todo era un sin sentido.
Seguimos caminando calle arriba. Liberado del peso de la bolsa parecÃa encontrarse algo mejor. El anciano me contó que ahora su casa estaba vacÃa, que vivÃa solo, rodeado de un montón de libros viejos que ya no le servÃan de nada. Pensé en su soledad, pensé en la mÃa. Pensé en nuestro futuro.
Lo dejé junto a un puesto. Lo último que le oà decir mientras me iba fue:
– Por favor, son buenos libros… Por favor, vengo desde Carabanchel, arrastrando esta bolsa…
Nadie compró sus libros.