La moda, la gastronomía o la arquitectura de este siglo tienden a suplantar con un estético envoltorio sus carencias racionales y utilitarias.
La forma prevalece sobre el fondo. Á‰sta es la nueva consigna que rige la inteligencia creadora de las sociedades contemporáneas. El gusto por lo estético y por la espectacularidad del envoltorio ha suplantado, en gran medida, los presupuestos racionales de uso y el significado último de las construcciones arquitectónicas, las novedades culinarias o las extravagantes tendencias de la moda. El siglo XXI ha sido rebautizado como el siglo de las apariencias, en él que ya nada es lo que parece.
Lejos de las experiencias racionales y funcionales de décadas atrás que perseguían con insistencia la optimización de recursos y la eficacia llevada hasta el extremo, en los tiempos que corren la respuesta del cómo ha sustituido a las preguntas habituales del para qué o el por qué. Lo relevante ahora es la originalidad y el impacto visual de las creaciones para que puedan reclamar la atención del hombre de nuestros días, acostumbrado a casi todo y reacio a perder el tiempo en elucubraciones demasiado enrevesadas.
El tiempo se ha transformado en un bien escaso que el individuo no puede malgastar buscando en las profundidades del contenido. El continente se convierte, con frecuencia, en el principal referente de la realidad. En el afán por encontrar algo diferente se ha descuidado el fin que le otorga a las cosas su razón de ser y por la cual fueron creadas.
Edificaciones como el museo Guggenheim, de Bilbao, o la Ápera, de Sidney, ambas con una belleza arquitectónica fuera de toda discusión, consiguen distraer la atención del visitante de las obras de arte, teatrales u operísticas que se desarrollan en su interior. La presencia magnánima de su estructura traslada a un segundo plano su función práctica y a fin de cuentas su oferta más beneficiosa para la sociedad.
También en otros espacios de la creatividad como la gastronomía o la moda se observa, el eclipse del significado por el significante. La nouvelle cuisine francesa o la cocina molecular de Ferrán Adriá o Homaro Cantu, entre otros, premia la buena presentación y la sofisticación de un plato minúsculo, muy sugerente para los cinco sentidos, pero irrisorio para el estómago, incapaz de saciar el apetito con una ración de pollo a la naranja con virutas al aire de chocolate. A fin de cuentas, inconsistente.
En la moda ocurre algo similar. Los diseñadores presentan cada temporada colecciones imposibles que, se supone, marcarán las tendencias de la alta costura y los estilos que van a causar sensación pero que difícilmente tienen un reflejo sólido en los maniquíes de carne y hueso que desfilan por las calles. De nuevo los focos y la fastuosidad de las pasarelas de Milán o Nueva York ocultan el verdadero sentido de la ropa y lo llevan incluso hasta lo absurdo.
Como si de una interpretación del grabado de Goya se tratase, las reglas del consumismo han propiciado, a través del arrullo de la publicidad, que el sueño de la razón produzca monstruos. La satisfacción, al margen de la razón y de las necesidades del hombre, cumple con el goce estético, pero secundario, de una creación que debiera ocuparse primero de ser fiel a sí misma y servir para lo que fue concebida. Alimentos que no alimentan, vestimentas que no visten o centros culturales que no enriquecen son algunas de las paradojas con las que convivimos a diario y que hemos adornado con un culto excesivo a trivialidades y a las apariencias.
Llegados a este punto, conviene plantearse una de las cuestiones más manidas de la historia del pensamiento. Si aceptamos que los dos conceptos son importantes, ¿qué debe prevalecer, la forma o el fondo? Es posible que no exista una única solución para esta disyuntiva filosófica y que cualquier respuesta fuese, en último término, incompleta. Quizás la virtud se encuentre, como en la mayoría de las casos, en un punto intermedio, en ese gris equidistante que haga que lo bello sirva para algo y que no se conforme solo con ser una simple pantalla que engrandece un trasfondo vacío.
David Rodríguez Seoane
Periodista