El 90% de los gitanos en Europa vive por debajo de los niveles de pobreza de sus respectivos países. Dos de cada tres judíos se han sentido amenazados por acciones racistas. No son los resultados de encuestas realizadas en 1933 tras la consolidación del nazismo, sino los alarmantes datos que la Agencia de Derechos Fundamentales que la Unión Europea (UE) nos ofrecía en 2011. Advierte de que los gitanos, los judíos, los árabes y los negros son las comunidades más perseguidas.
Formaciones populistas ganan poder en varios países europeos: Marie Le Pen en Francia, Nigel Farage en Reino Unido, Geert Wilders en los Países Bajos. Los partidos políticos con ideas xenófobas y nacionalistas han arraigado también en Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia, Bélgica, Italia, Grecia, Hungría, Rumanía, Eslovaquia o Bulgaria.
Este resurgir se extiende además en las redes sociales y en las calles. Con la crisis como justificación, la tolerancia de los ciudadanos hacia ideas retrógradas se hace visible. “Este clima de desamparo y desafección es perfecto para populistas y extremistas que inciden en los sentimientos de miedo y pérdida”, asegura María Tejada en El País. Se siembran estereotipos: “los inmigrantes ocupan nuestros puestos de trabajo, son vagos, delinquen o saturan los hospitales”. Sin olvidar que el otro, el diferente, es considerado como un enemigo que atenta contra la identidad nacional.
Se trata de un patrioterismo basado en el rechazo que inunda cada vez más escaños de los parlamentos. “Los partidos patrióticos devolverán la libertad a nuestro pueblo”, declaraba Le Pen. La ex candidata de su partido, el Frente Nacional, comparó a la ministra de Justicia, negra, con un mono: “Prefiero verte tras las ramas de un árbol que en el Gobierno”, espetó. El que ha sido senador, ministro y eurodiputado italiano, Francesco Speroni, dijo: “Luchamos contra una invasión. ¿Por qué no podemos utilizar las armas para defender nuestras fronteras sagradas?”. Un discurso peligroso, que nos lleva a tiempos que se consideraban superados.
“Como en los años treinta del pasado siglo, el ascenso de la ultraderecha en Europa se nutre del paro, del deterioro del Estado de bienestar, del foso creciente entre los muy ricos y unas clases medias cada vez más pobres, la codicia y arrogancia de las élites”, sostiene el periodista Javier Valenzuela. “Las congojas que expresa son reales, aunque no la solución que les da: la búsqueda del chivo expiatorio en el extranjero más débil y en otras etnias, culturas o religiones”.
Un rabino de Buda que vive en Hungría, Tamas Vero, cuenta que muchas familias del barrio han emigrado. Su mujer también le propone huir. No quiere que sus hijas presencien las concentraciones de jóvenes frente a la sinagoga mientras hacen el saludo nazi.
También sobrecoge la situación de los gitanos en Europa del Este. Un tercio de la comunidad romaní está desempleado. El 45% vive en guetos -frente al 20% de hace una década- en viviendas que carecen de cocina techada, baño o electricidad. La mayoría de los niños no tiene acceso a la educación. La segregación en las escuelas es uno de los principales problemas. En República Checa, los gitanos van a escuelas especiales para niños con “discapacidades mentales leves”, como las denomina el sistema. En Polonia, muchos restaurantes restringen la entrada a romaníes.
La islamofobia, con especial aumento desde el 11-S, se ha normalizado en el Viejo Continente. Tras cualquier suceso violento, vienen los prejuicios: terrorismo musulmán. “Asesinos musulmanes fuera de nuestras calles”, gritaban los participantes de una manifestación en Londres. Precisamente el noruego Anders Breivik, ultraderechista y crítico con el islam, abrió fuego en un campamento juvenil y mató a 77 personas. El fanatismo tiene muchas caras y las ideas preconcebidas no ayudan al conocimiento.
Omar Ba, senegalés responsable de la Plataforma Africana en Amberes (Bélgica) afirma: “Con la crisis, los políticos han mostrado su incapacidad. Así que, como no es fácil encontrar culpables y la ciudadanía está frustrada, juegan la carta del extranjero. Pero hay que tener cuidado. Antes de la II Guerra Mundial había este mismo discurso”. Para frenar este renacer de ideas ultras, debemos buscar alternativas creíbles que desde la política o la sociedad civil no recurran al discurso del miedo, del odio y de la insolidaridad.