No deja de resultar llamativo que a lo largo de la historia la patria haya sido el estandarte que la clase alta a izado con más fervor
Foto: Heart IndustryEl hecho no se debe a una mayor estima a su país de nacimiento, ni a una mayor preocupación hacia sus habitantes, sino a una estrategia de reclutamiento en los lances de la historia en que ven peligrar su hegemonía y precisan de otras clases sociales para nivelar las fuerzas cuantitativas.
Como la oligarquía no es una forma de gobierno autosuficiente, ha debido desde siempre agudizar el ingenio y valerse de la estrategia de la preinoculación: llenar el subconsciente de los ciudadanos con mensajes, consignas y colores subliminales ( y otros procedimientos menos sutiles ) a fin de despertar, cuando el momento histórico lo requiera, el fanatismo de los afectados con dichas subliminalidades como santo y seña.
La efectividad de esta preinoculación no deja lugar a dudas: la irracionalidad del contagiado va expandiéndose y reproduciéndose en su interior de tal forma que al ser llamado a filas bajo las palabras e imágenes clave, sale de su letargo de independencia con la misma servidumbre y docilidad con la que el hipnotizado se somete al chasquido de dedos del hipnotizador. La misión que se les encomienda suele ser casi siempre la de neutralizar por la fuerza a aquella parte de la población que, por su menor influenciabilidad congénita, o bien por ser menos influenciables por voluntad y consciencia de la preconspiración, no han respondido con docilidad al llamamiento.
Es de señalar el desarme de independencia y razonamiento que sufren los contagiados, que actúan como autómatas y no se proponen ni por un momento reflexionar sobre la legitimidad ética de sus actos o, en última instancia, sobre la contradictoria forma de amar a un país obedeciendo sólo a una parte minoritaria de éste. Podría pensarse que en realidad actúan movidos por decisión propia, convencidos de sus argumentos, pero esa preinoculación, esa conspiración preventiva, vuelve sospechosa cualquier conducta más cuando se lucha para preservar las comodidades de una clase a la que no se pertenece.
Lo anteriormente descrito, sin embargo, sólo sucede en caso de guerras civiles en la que es necesario que se subleven contra sus compatriotas; en el caso de las intervenciones a otros países el marketing patriota baja ya que los síntomas afloran por si solos y sólo deben ser ayudados para aumentar su radicalidad y ayudar a rezagados o escépticos, quienes, dicho sea de paso, son mirados con malos ojos.
Para los que nos sentimos cosmopolitas sin necesidad de viajar, apátridas con DNI, ese regocijo en la propia nacionalidad, esa autocomplacencia en un hecho del que no hemos tomado partido, no deja de resultarnos extraño. Comprendemos, eso sí, y participamos de nuestras singularidades e idiosincrasia, ya que hemos nacido en un lugar determinado y la influencia que ese hecho imprime en nuestro carácter es innegable. Pero la aversión a otras culturas (que crece de forma proporcional al nacionalismo), la falta de empatía hacia otra razas y el complejo de superioridad moral, son conductas de las que huimos los que creemos en una humildad individual y colectiva.