Uno de nosotros
Podía ser yo, pero no, es Luis. Á‰l ha tenido la mala suerte de acabar durmiendo en la calle, en una esquina de la Plaza Mayor. Tal vez no era su destino, pero el azar o alguna decisión equivocada jugaron las cartas para que fuera Luis el que me esperaba en el centro de Madrid junto a otros voluntarios de la ONG Solidarios mientras yo acudía a su encuentro mascullando lo lento que era el metro y quejándome de lo mucho que trabajaba.
Llegué tarde, pero él no se impacientó. Me recibió con una sonrisa de oreja a oreja, bien vestido, digno. Ajeno a lo despacio que rueda el metro por las noches y a mi exceso de trabajo, pero sin querer amargarme con sus problemas, seguro más duros y voraces que los míos. Luis, como las otras casi 30.000 personas sin hogar que hay en España, no sabe que el metro es lento, sólo distingue entre los sitios donde hace calor y los lugares donde llueve y el frío se hace insoportable.
Camino de la Plaza Mayor, pensé que me tocaría aguantar a alguien que me contaría sus problemas. Qué equivocado estaba. Me encontré a un hombre risueño, que me habló de sus fantasías y sus ilusiones. Sueños y esperanzas, lejanas, en las que estaba yo. Me confió que le gustaría ser el dueño de una radio, en la que yo tuviera un programa, desde el que pudiera hablar a la gente –La Noche de Pablo, lo llamó–, pero se las ingenió para buscar un espacio en ‘su’ radio a cada uno de los voluntarios que aquel jueves repartían café y Cola Cao a un grupo de agradecidos “sin techo”. Luis tiene cumplidos para todos.
Los voluntarios se confundían con aquellos hombres que vivían en la calle. Si no fuera por los termos y la ropa, habría sido complicado distinguir quiénes éramos nosotros y quiénes eran ellos. Imposible ver quién ayudaba a quién. Intercambio de risas, sueños, fluir de energía en ambas direcciones. Una vez, Félix, mi amigo y coordinador de ‘La Ruta’ –así se llama al camino que recorren los voluntarios dando café y afecto a los sin techo– de la noche de los jueves me dijo: “cuando estoy con ellos es como si estuviera con amigos”. No se puede definir mejor.
Esto pensaba de vuelta a casa, aunque también daba vueltas a las palabras de Geo –un rumano que vino a España a trabajar y al que la crisis le dejó sin empleo y sin hogar, pero que tiene una cultura y unos conocimientos políticos que ya le gustarían a algún diputado. Me di cuenta de que me había reunido con un grupo de valientes que no se daban por vencidos, en parte, porque había gente como Félix o su novia Eli, que cada jueves les escuchaba y les hacía sentirse personas queridas e importantes.
Al final, llegué a la conclusión de que no había nosotros ni ellos, que todos éramos nosotros, seres humanos, pero que la barrera de la marginación es tan permeable que cualquiera puede acabar en un lado o en otro. Sin embargo, la mayor enseñanza fue que si alguien tiende la mano, dos salen ganando.
En un país donde, según los datos del Instituto Nacional de Estadística, hay 28.500 personas que viven en la calle y más de un millón de hogares en los que no hay ingresos, hace falta al menos una cantidad semejante de voluntarios que les recuerden que por muy mala suerte que se tenga en la vida no se deja de ser persona. Además, no sólo es un acto de humanidad necesaria, es también una forma de aprender de personas que tienen mucho que enseñarnos. Es difícil saber quien gana más. Tal vez, la sociedad, que tapona como puede una herida que sangra al compás de los latidos de una verdad que escuece: “las 20 personas más acaudaladas de España poseen más riqueza que el 20% de la sociedad más pobre”.