Este país es proclive a mostrar aprecio a la persona muerta, pero negárselo en vida. Más que el reconocimiento de lo que no se quiso o convino valorar, se expresa en el culto al difunto el remordimiento, nunca confesado, por la ingratitud que se le dispensó al ahora llorado y añorado. Si el finado se presentase a unas elecciones en medio de tanta conmiseración como la que despierta, arrasaría con mayorías absolutas lo que no consiguió mientras podía disputarlo a causa del aislamiento y el rechazo que le brindaron los que hoy sienten su desaparición. De cuerpo presente y camino del sepulcro, hasta el enemigo más repudiado encuentra la comprensión y el halago de los que sólo denunciaban carencias y hasta maldad en su conducta y en sus propuestas o acciones.
España es especialista en obituarios laudatorios. Rinde honras al difunto y eleva a los altares, hasta rozar el culto a la personalidad, a los personajes que calan en su alma cuando fallecen, pero que no logran anidar en su corazón cuando gozan de buena salud o se entregan vivos a desempeñar la tarea que le han encomendado.
Es lo que se está haciendo en estos momentos inmediatos a su muerte con Adolfo Suárez, el primer presidente de Gobierno de la democracia en España. Su mérito: tener olfato político, para desde una dictadura transitar hacia un régimen democrático, y sentido común. Es decir, ser práctico y sensato para comprender que, tras la muerte del dictador Francisco Franco en la cama, el país tenía que evolucionar de la manera menos traumática posible hacia la “normalidad” política en la que se hallaban los demás países de nuestro entorno. ¿Qué otra cosa podía hacer?
No es restarle méritos a la afortunada empresa que supo dirigir para que la democracia y las libertades se asentaran entre nosotros, pero se sobrevalora a Adolfo Suárez después de muerto con la misma intensidad con la que se le expulsara de la política por falta de apoyos y votos. El centro político que logró configurar en torno a su figura y sus partidos (UCD y CDS) le fue arrebatado tanto por la derecha de aquella Alianza Popular de los “Fraga boys” como por la izquierda de Felipe González, ambos adversarios inmisericordes con aquel advenedizo demócrata surgido del franquismo más genuino, el que vestía camisa azul y llegaría ser Secretario General del Movimiento y director de una TVE en la que existía la censura.
Hoy se forja el mito de un político que, aparte de nadar en la dictadura y guardar la ropa en democracia, fue ante todo honrado. No renegó de su pasado y se dedicó a planificar un futuro que debía venir acompañado forzosamente de democracia, para respetar la voluntad inequívoca y plural de la sociedad de la época, imposible de amordazar por más tiempo. Es indudable que fue uno de los artífices principales de la famosa Transición española de la dictadura a la democracia. Podía prometer y prometía a los ciudadanos tesón, coraje y prudencia para conseguirlo, partiendo de la legalidad existente para construir otra legalidad constitucional, moderna y democrática. Y supo lograrlo gracias al consenso al que todos los actores de aquel “experimento” se entregaron para evitar “males mayores”, pero sin poder silenciar completamente el “ruido de sables” que provenía de algunos cuarteles.
Suárez era listo y pragmático. Había que pactar para alcanzar el acuerdo de convivencia en democracia y libertades que él supo labrar, estando a la altura de las circunstancias de lo que la Historia de este país exigía tanto a él como a todos los invitados de aquellos instantes históricos. Desde el Rey hasta los comunistas, los militares y las fuerzas sociales, sindicatos y empresarios, políticos y ciudadanos, se avinieron a encontrar el mínimo común que les concediera la oportunidad de enganchar España en la normalidad de un régimen democrático y que dejara atrás la anomalía de una dictadura con sus fusilamientos y estados de excepción.
Y como tantos otros que lucharon incluso con más sacrificios por estos ideales, pronto fue superado por una dinámica que les arrasaría. Adolfo Suárez recibiría la misma recompensa que, a nivel periodístico, consiguiera la revista Cuadernos para el Diálogo: tras empeñarse en convocar la democracia, ésta los arrolla y los relega al olvido. Fue cuando, aparte de ser práctico y sensato para afrontar el devenir político de este país, demostró también ser honrado y honesto. E hizo aquello que no es común ni en los políticos de antes ni los de ahora: dimitir cuando se sintió abandonado por todos, a pesar de haber vivido toda su vida de la política. Todos, los suyos y los oponentes, se apartaron de él y le dejaron languidecer entre traiciones de sus correligionarios y la desafección de sus votantes.
Hoy todos agradecen a Adolfo Suárez su trabajo y lloran su pérdida, sin acordarse de que empezaron a perderlo tras el batacazo electoral de 1982, cuando cuatro millones de sus votantes prefirieron otras opciones. Más que un ser providencial, fue un político cabal y sagaz, sensato y honesto. Nunca lo voté, pero hoy tampoco lo santificaría. Simplemente, entre la mediocridad y ruindad que caracteriza a los políticos actuales, el primer presidente de la democracia emerge como una figura íntegra que no engañó a los ciudadanos. De resultado de ese contraste, es imposible no rendir culto al difunto. No es para menos.