Las elecciones europeas han coincidido con el día de fiesta nacional por excelencia en Argentina, el 25 de mayo. Ante lo deprimente de nuestra política, descaradamente prepotente, aburrida y fea, prefiero cruzar el charco y hablar del país del mate, donde, desde hace 11 años, se está haciendo política de verdad.
Hace 13 años, por estas fechas, los argentinos tenían poco que celebrar. El modelo económico neoliberal que se implementó en el país a partir de 1976, basado en las tradicionales recomendaciones del FMI: ortodoxia fiscal y monetaria dirigida a frenar la inflación y los déficit público y comercial, desrregulación financiera, privatizaciones, flexibilización y desprotección laboral, restricción de prestaciones sociales, etc. desembocó en un colapso económico, político y social de una magnitud sin precedentes.
La imagen de Argentina en 2001 era la del estancamiento económico (con tasas de crecimiento negativas de hasta el 4,5% del PIB anual), la deuda externa (153,6% del PIB), el desempleo (25%), la pobreza (57,5%), la indigencia extrema (27,5%), la corrupción, la precariedad laboral, la inseguridad ciudadana, en definitiva, la imagen de una sociedad fragmentada y la de un Estado fallido: el fracaso colectivo en su máxima expresión.
Las movilizaciones de la población, en forma de cacerolazos, saqueos y enfrentamientos con la policía se entendían como la reacción natural a esa situación desastrosa e insostenible. El malestar alcanzó su clímax el 20 de diciembre en Plaza de Mayo, al entablarse una verdadera batalla campal entre los manifestantes y la caballería de la policía federal, con un resultado de 8 muertos y 90 heridos de bala. Ante la gravedad de los acontecimientos, la reacción del presidente del Gobierno, Fernando De la Rúa, fue la de saltar por la ventana a un patio interior de la Casa Rosada, desde donde huyó en helicóptero. El neoliberalismo hacía así su humillante mutis final en Argentina. Había llegado la hora del kirchnerismo.
En un convulso periodo de justificada desobediencia civil, de auténtica “bronca”, en el que literalmente nadie se atrevía a asumir la presidencia, y en el que siguió la actividad frenética en la calle, bajo el lema “que se vayan todos” (refiriéndose a la clase política) -siendo incluso asaltado e incendiado el Congreso-, emerge en el panorama nacional Nestor Kirchner para proponer un sueño a los argentinos y ganar, no sin dificultades, las elecciones de 2003. La tarea del nuevo Ejecutivo era la de devolver la dignidad al pueblo, reorganizar la sociedad y curar sus heridas, y eso pasaba por romper drásticamente con un sistema de organización económica y social que había llevado al país al default. Las expectativas depositadas en el nuevo presidente no eran demasiadas, sin embargo de inmediato introdujo una nueva manera de hacer las cosas, el estilo K, y estableció las bases de lo que sería un sólido modelo de crecimiento económico con inclusión social basado en la doctrina keynesiana, en el que el Estado asumía un rol protagónico en la economía mediante políticas de expansión del gasto y de redistribución de la renta.
El periodo K, continuado hasta día de hoy por Cristina Fernández -de Kirchner-, constituye una década en que el Estado se erigió como el único ente capaz de reconfigurar la estructura productiva y de introducir cambios que permitieron el aumento de los estándares de vida y la igualación de los mismos. Este cambio, visto con perspectiva, se tradujo en un verdadero punto de inflexión en la historia económica argentina, trayendo consigo una combinación de altas y sostenidas tasas de crecimiento del PIB, mejoras en los indicadores sociales y desendeudamiento externo, algo inédito desde 1975.
Sin embargo, pese a las mejoras en los indicadores económicos, pese a que TODOS los argentinos han mejorado sus condiciones de vida en esta última década –incluso los que emigraron en 2001 y tras la crisis en Europa regresaron, reincorporándose al mercado laboral sin ninguna dificultad-, son muchos los pesimistas en la actualidad, y cada vez más los que creen que el ciclo se ha agotado y que la recesión es inminente. Este derrotismo, esta desilusión generalizada, no se fundamentan en ningún razonamiento objetivo, no hay datos económicos que evidencien un estancamiento económico; es más, tampoco creo que se trate de ideología –ser más o menos afín al oficialismo actual-, sino que seguramente está más relacionado con el tormentoso siglo XX que ha vivido el país: cuando uno vive de sobresalto en sobresalto, la estabilidad llega a convertirse en algo que incomoda, al no ser ésta, por decirlo así, el estado natural de las cosas. Pareciera como si los argentinos estuvieran condenados a no poder olvidar y a ser incapaces de disfrutar de los momentos agradables de la vida, y que tal actitud constituye la principal limitación a su progreso colectivo.