Siempre que llegan estas fechas me pasa lo mismo. No aprendo. Ando como un bobo con los recuerdos a flor de piel y, en algunas ocasiones, las lágrimas me sorprenden en cualquier situación.
Me quedo ensimismado mirando al infinito con una sonrisa bobalicona en los labios; mi mujer me mira con un profundo cariño y esboza una sonrisa. Suele acercarse y darme un beso en la mejilla. Sabe lo que me pasa, claro. Son muchos años juntos. Muchos años viéndonos en garitos, teatros, bares, en casa y en toda situación. Sabe que, cuando la nostalgia se apodera de mis pensamientos, es porque indefectiblemente llega la Navidad. Aunque los grandes almacenes lo hayan anunciado con meses de antelación. Aunque las luces inunden las calles y los escaparates luzcan mensajes navideños. O aunque suenen villancicos por doquier, hasta que no me llega la nostalgia no es Navidad.
Recuerdo las Navidades de mi niñez con profunda nostalgia. Cuando era pequeño, éstas eran otra excusa más para juntarnos toda la familia en casa de mis abuelos. Mi madre son siete hermanos y cinco de ellos tienen tres hijos, así que calculen los que nos juntábamos. Mi abuela era la que preparaba todas las comidas y cenas de estas fechas sin dejar que nadie la ayudase. No hacía falta y, por mucho que insistieran en ayudar ella no permitía que nadie molestara su quehacer. Su casa era el lugar de reunión, sin discusión posible, y todos nos juntábamos allí, además de algún invitado. Recuerdo muchas risas, canciones navideñas con sus aguinaldos, algunas trastadas que cometíamos con sus consiguientes regañinas, muchos chistes y más juegos. Recuerdo, de hecho lo recordamos todos los primos cuando nos juntamos y la conversación nos lleva a hablar de las Navidades de entonces, lo que llamábamos la selva. Que no era más que una habitación llena de colchones y cojines por todo el suelo dónde en ocasiones dormíamos todos los primos juntos.
Recuerdo también la fiesta de los Reyes Magos. En mi familia sus majestades llegaban después de cenar el día 5 de Enero como siempre en casa de mis abuelos. Hasta que se hicieron mayores y se celebraba en casa de alguna tía. Pero sus majestades continúan llegando en ese momento, claro, las tradiciones son así. Para respetarlas y mantenerlas en el tiempo. No llegaban al día siguiente como en otras casas, no. El caso es que buscábamos por toda la casa pruebas de los Reyes Magos, mirábamos por las ventanas, bajo las camas, en las habitaciones. Los más mayores nos hacíamos los chulitos con los primos más pequeños diciéndoles: “Ya veréis, si no pasa nada, no estéis nerviosos, si son…” y entonces, algún tío nos decía: “Bueno, pues si estáis tan seguros de quienes son, id al gabinete y mirad a ver si ya han llegado” No nos atrevíamos. El gabinete era una habitación de la casa donde antaño esperaban las visitas a ser atendidas. Para esas fechas la decoraban profusamente y dejábamos todos los zapatos los primos, tíos y abuelos. En mi familia, imagino que como en casi todas, cuidaban muchísimo cada detalle por pequeño que fuese. Había velas por todos lados, apagaban a escondidas algunas cuando mirábamos, se disfrazaban de reyes y venían por la terraza, nos tenían embobados. Un despliegue bárbaro; una fiesta única; una ilusión imborrable. De pronto alguien gritaba: “Ya han venido, ya han venido” e íbamos a ver nuestros regalos.
Pero mi abuela, como es lógico, se fue haciendo mayor y llegó un momento en que no podía hacer las fiestas en su casa. Así que empezamos a ir a casa de los demás tíos. Eran casas más pequeñas y, no nos engañemos, nadie cocina como mi abuela. De modo que todo perdió un poquito. Pero seguíamos viéndonos que era lo importante ya que, como ya les he dicho somos una familia grande, aunque algunos no nos veamos más que de año en año. De modo que todo fue cambiando. La alegría de aquéllas Navidades antiguas, se fue trocando en nostalgia y recuerdos imborrables. También fuimos creciendo los demás y las Navidades eran una excusa para ir de fiesta con amigos y, a veces, con nuestros primos que tenían, y tienen, una edad afín a la nuestra. No olvidemos que los mejores amigos empiezan siendo tus primos. Pero después empezaron a llegar las despedidas.
Mi abuelo, por ejemplo, se fue un día de reyes. Así que no tuve muchas ganas de fiesta de Navidad en algún tiempo y otros familiares se fueron también, incluida mi abuela. Lo que hizo que costara tener ganas de fiesta. Hasta que un acontecimiento felicísimo, hizo que la Navidad volviese a tener color, sabor, olor y sonidos de fiesta en nuestras vidas: nació mi sobrino mayor, Pablo. Poco a poco, fue creciendo la familia y la Navidad se va pareciendo a lo que era. De hecho, tengo unas ganas indecibles de celebrar estas fiestas. Una ilusión enorme por juntar a mis padres en mi casa e intentar transmitirles un ápice de la ilusión que ellos nos inculcaron. De demostrarles que sus enseñanzas nos llegaron y que celebramos las Navidades como debe ser. La inmensa alegría de poder disfrutar de mis sobrinos y de mi hijo, superan cualquier nervio, tensión, agobio por tener que hacer la cena de Nochebuena para que vengan a mi casa. No nos juntamos cuarenta y tantos como antes, sino que somos once, pero la ilusión, la alegría y el cariño no decaen. Así que, de todo corazón les deseo que lo pasen fenomenal junto a sus seres queridos en estas fiestas y que recuperen la ilusión quienes la hayan perdido, cuidado con las uvas, las copas y el coche y sobre todas las cosas ¡Feliz Navidad!