En estas fechas , año tras año, nos deseamos felicidad, que es un bien espiritual, pero ¿por qué no la conseguimos a pesar de nuestra insistencia? ¿qué clase de energía precisamos y que no poseemos para tal fin?
Energía espiritual y felicidad son dos hermosas palabras que vienen a poner el acento sobre el polo opuesto a las miserias que esta Sociedad de la Infelicidad Global como pudiera ser llamado nuestro mundo, arroja diariamente sobre quienes invariablemente somos sus artífices, pues una colectividad es una suma de componentes individuales que dan y reciben, y donde cada uno debe revisar lo que aporta de positivo o negativo a través de pensamientos, sentimientos, sensaciones, palabras y actos por los que expresa su nivel de energía espiritual o, si se quiere, su nivel de conciencia.
Sin duda el deseo de felicidad es un poderoso móvil –consciente o inconsciente- de todos los actos humanos que moviliza la energía de cada uno hacia donde cree poder hallarla. Sin embargo, quien se la pone como meta y móvil de su vida y corre tras ella no tarda en darse cuenta de lo esquiva que resulta. Y es que es ella la que viene a nosotros como resultado de nuestras acciones.
Energía espiritual y felicidad son dos profundos anhelos íntimos que el mundo despolarizado de mercachifles, pretende vendernos disfrazados de excitantes y placeres sustitutivos: drogas, distracciones, cuyo uso y abuso precisamente nos baja nuestra energía y nos conduce a la infelicidad cuando nos convertimos en dependientes. Se pretende por el mundo materialista que los sentidos y la distorsión de la mente sirven para amortiguar y acallar la voz del Ser que en nuestro interior nos hace llamados a la conciencia y al uso correcto de nuestra energía espiritual de muchas maneras. ¿Cómo se puede construir algo perdurable con semejantes principios? Pero nuestra civilización se basa en ellos; se ha construido con estos principios. Por tanto, su final no puede ser más previsible. Vivimos en estos tiempos una verdadera decrepitud de esta civilización junto a otros tipos de culturas emergentes más espirituales y racionales, defensoras de valores espirituales y de la Tierra, aún no suficientemente fuertes para sustituir a este mundo caduco, pero ya lo harán en su momento.
En este paisaje de la decrepitud colectiva no existen más que sembradores y cosechadores de causas y efectos: somos nosotros los autores de la decrepitud o la maravilla que vemos y de los infortunios o felicidad que experimentamos. Porque no basta con culpar a gobiernos o al sistema capitalista de nuestros males; no es correcto explicar las injusticias y crímenes diarios desde el victimismo social. Debemos tomar conciencia de que la sociedad no se liberará de todo lo negativo que a diario sufrimos si cada uno no se libera de su propia negatividad. Y eso es un trabajo personal que nadie puede hacer por uno mismo.
La energía que cada uno emite al conjunto a través de sus pensamientos, de sus actos o de sus palabras (habladas o escritas) tiene una determinada cualidad vibratoria, y un determinado contenido emocional correspondiente a ese grado vibratorio. Todo eso nos vuelve, lo emitimos al Cosmos donde se integra en lugares de energía afín, y regresa a nosotros como un boomerang. La suma de cada una de esas emisiones personales de energía multiplicada por los seis mil y pico millones de habitantes de la Tierra acaba por envolver todo el Planeta y ejercer su influencia correspondiente sobre él y todas sus criaturas. Así es como nosotros influimos en la madre Tierra.
Por la ley de causa y efecto o ley del Karma, cada uno siembra y cosecha siempre lo que siembra. Si uno cumple con las leyes divinas, las leyes divinas le protegen igualmente, pero la violación de las leyes vuelve contra su autor en forma de efectos negativos, antes o después, pues nada escapa a la ley universal causa-efecto. Esto los niños lo comprenden muy bien cuando se utiliza para que entiendan sus conflictos de relación entre sí, el símil de la pelota que se lanza contra una pared. Si hacemos lo correcto nos volverá lo correcto y no otra cosa. Los niños entienden fácilmente que la vida les devuelve lo mismo que ellos le dan.
Se precisa una distinta conciencia de la realidad explicada y experimentada cuanto más temprano mejor, y esa nueva conciencia nos ayudará a ver una realidad nueva. Se trata entonces de vivir desde la conciencia y para la conciencia en último extremo. Desde la conciencia, y no contra ella. Desde la conciencia, y no al margen de ella. Esto evitará que un día un científico pueda dar pistas para fabricar un arma; un rico, explotar a sus semejantes, un político atropellar, engañar y abusar de una nación; un cocinero poner comida transgénica o animal en un plato, un joven se niegue a ser soldado, una mujer sea maltratada, o un profesor piense que su alumno es una grabadora mental con alma de papagayo.
La mente, como heredera indiscutible del Siglo de las Luces, corona nuestra cabeza y nuestra vida de occidentales confusos pero cómodamente instalados entre cacharros de alta tecnología y sin horizonte. Y esto sucede porque desde niños se nos ha obviado una parte de nuestro verdadero Ser para dar mucho espacio a otras partes más útiles a los mercaderes: la parte del cerebro que razona, que calcula, que mide, etc., etc., localizada en el hemisferio izquierdo. Y esto se hace en detrimento de la zona derecha cerebral más creativa, intuitiva, y mucho más bella en todos los sentidos. Pero eso son valores espirituales. ¿A quién pueden interesar? Solo a las gentes de espíritu libre; a los espíritus emergentes.