El barniz de la democracia nos ha hecho creer que todos somos iguales. Por eso de que toda democracia de coexistencia de clases sociales antagónicas es interclasista. Este interclasismo nos ha convencido de que los intereses de unos son tal justos como los de los otros. Que el propietario del capital, el banquero, el financiero, el especulador, el gran empresario…, es igual y tiene los mismos intereses que el obrero, el hipotecado, el parado, el jubilado, el joven sin porvenir alguno.
Bajo este iluso barniz la vista se nos nubla confundiendo los gobiernos con los intereses de todos. Sin embargo lo cierto es que ningún gobierno gobierna para todos por la sencilla razón de que, encontrándonos todos inmersos en la misma charca, unos, los oligarcas financieros, los grandes empresarios y la clase política del parlamento europeo y muchas veces la otra, son cada día más ricos, inmensamente ricos. Un miembro de la Comisión europea se lleva más de 12.000 € al mes, una indemnización millonaria y jubilación, aunque haya estado un año. Un parado de la construcción, en los buenos tiempos, podía ganar 3.000 € al mes, en el paro no llegará a los 1.500 durante unos pocos años y si no está el tiempo necesario trabajando le quedaría una pensión de 365 € al mes. Parece ser que las cifras son contundentes. Los trabajadores y pequeños empresarios, jubilados, hipotecados y jóvenes son cada día inmensamente más pobres.
Tanto el neoliberalismo como la democracia, fundamentada sobre la propiedad privada de los medios de producción y del capital, sirven para ocultar la realidad económica, social y política de que existe explotación económica. Es más, todo el sistema democrático occidental está construido sobre la explotación económica y al servicio de los propietarios de la riqueza: la oligarquía financiera e industrial.
Nunca seremos capaces de hacer un análisis económico para salir de la explotación en la que estamos sumergidos, si no aceptamos que todo el pensamiento económico, político y moral en la actualidad está orientado para justificar y legitimar la explotación, la miseria y la acumulación de riquezas por parte de unas oligarquías.
¿A quién sirve el gobierno? ¿A quién beneficia su política?
No es difícil llegar a la razonable conclusión de que el Gobierno está al servicio exclusivo y excluyente de los ricos. Por lo que resulta paradójico que siendo el pueblo el poder soberano sea, en su mayoría, el más perjudicado por la política económica y moral del gobierno. Porque también está al servicio de la moral católica. ¿Qué legitimidad de origen puede tener un gobierno de esta desvergonzada ralea?
Los clásicos decían, y lo decían en el siglo XVII, que un gobierno debe considerar como el más elevado y como su verdadero objetivo crear bienestar material y moral de los ciudadanos de los ciudadanos. Aunque no es necesario ir al pasado para buscar razones que deslegitiman la legalidad de un gobierno dispuesto a hacernos cada día más pobres y más súbditos de sus dioses. Lo dice el Título Primero de la Constitución donde se proclama que tenemos derechos individuales y sociales.
Proclama que la vivienda, asegura que el trabajo, insiste en que la enseñanza, la sanidad, la justicia deben ser garantizadas a cada individuo. Y lo único que comprobamos es que aquí la constitución ha sido secuestrada por la propiedad de los medios de producción y al servicio de transformar la propiedad del pueblo en propiedad privada de los ricos. Insaciables. O estamos gobernados por tontos y por tontos útiles al servicio de la codicia. Deben sentirse tranquilos porque su dios, el de la Iglesia católica, protege la propiedad privada de los ricos, porque la pública, la de los pobres, se la están devorando.