Sucedió en Persia, en dónde Nasrudín ejercía como magistrado. Aunque la tradición nos lo quiere presentar como analfabeto, y que era su sentido común iluminado por el sufismo lo que le procuraba sus ingeniosas resoluciones. Pues bien, un día se presentó ante él un pretendido místico que rechazaba el trato con la gente corriente y le dijo:
– Maestro, ¿es cierto que usted posee poderes sobrenaturales?
– Antes de responderle, me gustaría saber algo acerca de sus altísimas experiencias-, le dijo el Mulá.
– Bueno pues resulta que, cuando me encuentro en la soledad de la gran mezquita, siento como una fuerza que me eleva hasta el octavo Cielo y que…
– ¿El octavo? – le preguntó solícito Nasrudín- Vaya, vaya, pero prosiga.
– Siento que me envuelve como una nube y que un abanico de plumas de avestruz me acaricia el rostro…
– ¿Y las plumas de ese abanico despiden así como un aroma cálido y envolvente, respetable maestro? le preguntó Nasrudín.
– ¡Eso, eso es!, – contestó el incauto impostor.
– Pues no hay duda alguna, – le soltó el Mulá -, «lo que usted llama plumas de avestruz no son más que los pelos del rabo de mi burro cuando suelta un cuesco en el rostro de los caras que se pretenden maestros iluminados. ¡Que pase el siguiente! Este ya está visto para sentencia.