Durante los meses de verano, aumenta la ocupación en las residencias para ancianos en España. Los familiares, convertidos en cuidadores de muchos mayores dependientes, los llevan para evitar “sorpresas” a las que contribuyen las olas de calor. Esta soledad impuesta, no la deseada y asumida como necesidad de espacio y libertad, acelera el deterioro de la salud, como concluye un estudio de Carla Perissinotto, doctora en la Universidad de California, en San Francisco.
Pero ancianidad no equivale a dependencia. De las más de 600.000 personas mayores de 65 años, más de 160.000 viven sin compañía en sus casas. Cada año, miles de personas mayores mueren en soledad en las grandes ciudades de los llamados países desarrollados. En estos últimos años, han aparecido en los medios testimonios de vecinos que alertaron a la policía por el ruido de un televisor que no cesa durante días, por los ladridos de un perro o por el olor. Estas personas no sólo se sentían solas al morir. Lo estaban.
Se extienden las críticas a las familias por no ocuparse de sus mayores. Pero el aislamiento físico de los ancianos no siempre responde a un abandono deseado de hijos, sobrinos y nietos. Cada vez se complica más en las ciudades conciliar el trabajo con el cuidado de los seres más queridos.
Su soledad responde a una sensación de impotencia por vivir una circunstancia para la que nadie los preparó. Asumieron la jubilación como la meta de una carrera que consistía en producir. Al llegar a esa meta impuesta, muchos de ellos caen en la cuenta de que aún conservan su salud y muchas de sus aptitudes físicas y mentales, pero no saben cómo compartirlas. Muchos no han cultivado quehaceres para su tiempo liberado; nadie los ha ayudado a desarrollar actitudes ni los ayudó a preparar el momento en que la sociedad dejara de contar con ellos más que como “carga para el Estado”, como si no hubieran pagado sus impuestos durante sus años “productivos”. Ahora también peligran sus pensiones.
Miles de voluntarios sociales han asumido un compromiso con una persona mayor para visitarla una vez a la semana en su casa, dar un paseo, acompañarla al médico, al banco o a cualquier otro sitio que sirva como excusa para compartir un rato y hablar. O para hacerles una visita en el hospital que no reciben de sus familiares y amigos porque trabajan, porque viven fuera o porque se llevan mal. O no tienen familia. Aunque tres horas por semana de compañía no satisfacen las carencias afectivas y sociales de ninguna persona, sí pueden contribuir a cambios de actitud en beneficio de su bienestar general.
Quizá muchas familias valoren más a estos voluntarios ante el aumento de recortes sociales que imponen las instituciones financieras en nombre de los “mercados”. Han recortado en un 15% las ayudas a familiares que cuidan a sus dependientes, lo que para muchas personas, sobre todo mujeres, supone plantearse la posibilidad de buscar un trabajo y una alternativa para el cuidado de la persona mayor, como si el fantasma del desempleo no planeara por encima de todos.
Un voluntariado mal entendido o instrumentalizado puede generar dependencia y perpetuar estructuras sociales injustas, como las que consisten en recortar derechos de ancianos, niños y familias en riesgo de exclusión. Por eso, muchas organizaciones rechazaron iniciativas para ocupar puestos de trabajo que requieren ciertas cualificaciones con voluntarios sociales.
Muchos de ellos utilizan las redes de encuentro en Internet para rechazarlo. También para denunciar la falta de coherencia que supone aumentar la edad de jubilación y los precios de los medicamentos a los jubilados, así como recortar las pensiones y las ayudas a cuidadores mientras se rescata con dinero público a los bancos y entidades financieras. Comienzan a caer en la cuenta de que no basta con acompañar a los mayores en su soledad y denunciar las injusticias que sufren. Las redes de encuentro en Internet pueden facilitar la reflexión y el diálogo para abordar el envejecimiento de una sociedad que no podrá sustituir con voluntarios las carencias en recursos, pero sí contar con ellos para llenar el vacío de participación política que tantos estragos provoca en estas democracias de papel.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista, coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)