El año está a punto de finalizar y algunas acotaciones de lo sucedido en estos meses desbordan nuestra capacidad para el asombro o la indignación, en función de cómo asumamos los acontecimientos. El tiempo, ese artificio conceptual que sirve para ordenar lo inaprehensible, nos permite revisar temporalmente unos hechos que mutan según nuestro estado de ánimo o punto de vista.
Por ejemplo, la prima de riesgo -¿se acuerdan?- cae en estos momentos a su mínimo desde marzo de 2010, aquel umbral de 110 puntos básicos que obligó al presidente socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, tomar medidas radicales contrarias a su programa y convicciones ideológicas, por lo que fue tachado de pésimo gobernante, manirroto y causante de la desconfianza de unos mercados que castigaban con tal interés la financiación de nuestra deuda soberana. Hoy, en cambio, esa misma cifra traduce confianza, refleja la sabiduría de un buen gobierno y despierta la ilusión del crecimiento y creación de empleo, precisamente cuando la cota de los que no consiguen un puesto de trabajo supera con creces los cuatro millones largos de personas, se descubre que la corrupción es un mal que se expande como la gripe y los bancos de alimentos han de organizar campañas para ofrecer, siquiera, algo de caridad alimenticia a los que el Sistema económico -ese que va tan bien- y el Gobierno -ese que sabe administrarnos con sabiduría y equidad- abandonan sin auxilios sociales ni derechos legales. Una misma cifra, pues, sirve para el pesimismo o el optimismo, según los intereses e intenciones de quien la valore.
Mientras, el recibo de la luz, tras la enésima revisión para su cálculo, se ha encarecido este año más de un 12 por ciento, seguramente para ayudar a que las familias disfruten de lo que se ha dado en llamar “pobreza energética”, otra epidemia que nos asola. Como resulta que los consumidores no cubren con sus recibos lo que cuesta producir energía eléctrica (es lo que aseguran, palabrita), la deuda contraída con las compañías asciende a cerca de 30.000 millones de euros. Se trata de la llamada deuda tarifaria eléctrica, que el Gobierno, con sus “ajustes”, procura que los ciudadanos satisfagan religiosamente, mientras “repagan” determinadas prestaciones sanitarias, “copagan” el famoso medicamentazo, tienen congeladas las pensiones, soportan el encarecimiento de las matrículas en los estudios de sus hijos, aparte de las crecientes dificultades para conseguir becas, sortean la maldición de una carestía crónica de empleo en este país, se resignan a que las cuantías y la duración de los subsidios por desempleo se restrinjan, precisamente cuando más falta hacen, y, para colmo, son objeto de la vigilancia de una Administración que los criminaliza por intentar, a pesar de tantos obstáculos, sobrevivir, amenazándolos, incluso, con multas si rebuscan entre la basura algún desperdicio que pueda aliviarles la situación. Con la luz, en suma, se produce un “ajuste” energético providencial que, como los demás, genera confianza en los mercados y estimula presuntamente una actividad económica que hunde, como contrapartida, en la miseria a los supuestos beneficiados.
Cuando menos, el Á‰bola se declara erradicado en España, adonde lo trajo una decisión política, que no médica ni humanitaria, por atraer la simpatía de determinados sectores de la sociedad y calmar la inquietud de un poder que no es de este mundo, pero que se materializa en éste, hasta el extremo de “inmatricular” cualquier construcción mundana que pueda representarlo, eximirle de pagar impuestos y permitirle recolectar “aportaciones voluntarias” con el cepillo de las limosnas. Para los ungidos por tal poder se procuran aviones medicalizados y se reabren hospitales que ya habían sido cerrados con la intención de privatizarlos o “externalizar” sus servicios, mientras que a otros, los más depauperados, les retiran las cartillas sanitarias, los confinan en la marginalidad y les dan de alta médica en las urgencias para que mueran en los albergues municipales, todo en nombre de la sostenibilidad… cristiana, se supone.
Gracias a todo ello, el país se encamina, al fin, hacia la esperada recuperación, como demuestra el dato del paro registrado hasta noviembre, en el que sobresale que 14.000 personas lograron un contrato de trabajo, aunque sólo el 11 por ciento de los mismos fuera indefinido. Esa creación de empleo causa expectación en los millones de personas que continúan engrosando las cifras del INEM, de los que cerca de la mitad ya no perciben ninguna prestación, librando una lucha contra la adversidad y la desesperación gracias a familiares y algunas chapuzas que Hacienda persigue con celo y saña. Tal repunte del trabajo -sin calidad, temporal y absolutamente precario- es considerado un “cambio de tendencia” que, para los voceros gubernamentales, pone en evidencia la validez de las medidas adoptadas hasta ahora por el Ejecutivo e induce al ministro de Economía, Luis de Guindos, a elevar la previsión oficial de creación de empleo hasta niveles que, en todo caso, no serán suficientes ni para compensar el destruido en esta legislatura, el que el Gobierno con sus medidas ha destruido, ni para alcanzar ninguna recuperación. La euforia de los responsables políticos contrasta, empero, con los informes de Cáritas, que alertan de los altos índices de pobreza que se producen en nuestra sociedad, una “pobreza extensa, intensa y crónica” que afecta ya al 6,4 % de la población, y con los del Banco de Alimentos, que hablan de que el número de personas que deben ser socorridas, con alimentos básicos para el sustento, no deja de crecer y multiplicarse. Tanta desigualdad y desprotección, dicen que inevitables, son las consecuencias sociales que trae consigo una “economía” que lanza las campanas al vuelo por 14.000 empleos en precario, mal protegidos, mal pagados y completamente insuficientes, en calidad y cantidad, para un futuro de pleno empleo digno, como el que se promete con la ansiada recuperación.
Entre tanto, la Justicia, ante esta grave situación, se halla decidida a evitar que las menores de edad -mínimo legal que no se exige para otras intervenciones- puedan abortar sin el consentimiento paterno. Por eso ya ha anunciado que la reforma “light” de la Ley del Aborto –otra reforma impuesta por la crisis- será pronto una realidad que regulará nuestras conductas. Se atiende, así, un improrrogable asunto que preocupaba enormemente a la ciudadanía y que había motivado, hace un tiempo, que obispos y otros jerarcas de la curia se echaran a la calle tras las pancartas, exigiendo la imposición de un orden moral que impida este atentado contra la vida. Sin embargo, llama la atención que, contra la pederastia y otras agresiones sexuales en el seno de la Iglesia, esos ministros y sus píos seguidores no se manifiestan. Antes al contrario: mantienen un absoluto silencio y se guardan de proferir condenas y excomuniones a los “pecadores” con sotanas. En su escala de valores, la vida del no nacido vale más que la del nacido.
Tampoco claman contra la corrupción, una plaga que apenas despierta la atención de los responsables políticos, salvo para echarla en cara de los adversarios y para prometer “medidas ejemplarizantes” de transparencia y regeneración que nunca llegan o son claramente insuficientes. Las tibias iniciativas son siempre parciales y meramente simbólicas, por lo que la corrupción continúa su expansión pandémica, favorecida por unos hábitos y una tolerancia que la hacen consustancial al ejercicio de la política y con la dedicación pública. Los contados jueces que intentan combatirla, con recursos y apoyos exiguos, o son apartados por las buenas o las malas (como Garzón y próximamente Ruz), o se embarcan en procedimientos que se dilatan casi hasta la prescripción de los delitos, por la obsesión de castigar a todos los presuntos implicados, desde el que mete mano en la caja hasta el que, por acción u omisión, la deja meter, como le pasa a la jueza Alaya en el sumario que instruye en Andalucía. Ello provoca que, frente al elevado número de imputados, los encarcelados sean una “micurria”.
Las leyes, elaboradas por el Poder Legislativo (políticos del Parlamento), y los medios que debe proporcionar el Poder Ejecutivo (políticos del Gobierno), no permiten al Poder Judicial (los jueces) ser más eficaz con esta lacra que corroe la Democracia. Hay veces que parece, incluso, que se le dificulta intencionadamente. La última ocurrencia gubernamental, por ejemplo, plantea limitar a seis meses las investigaciones judiciales, en virtud de una reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Es decir, con la excusa de agilizarlos, los juicios que antes no llegaban a buen puerto por una dilación excesiva, ahora tampoco lo conseguirán por falta de tiempo. Seis meses para investigar el caso GÁ¼rtel no da ni para averiguar dónde le encargaban los trajes a Francisco Camps. Por ello, los corruptos están de enhorabuena, dedicados a lo suyo. Y el Gobierno, centrado en lo importante: el ministerio de Justicia concediendo prioridad a asuntos como el del aborto; el de Trabajo, priorizando el despido barato y los contratos a tiempo parcial; el de Sanidad, privatizando hospitales y limitando prestaciones; y el de Economía, empobreciendo a la población vía impuestos, salvo a los ricos. Todo muy coherente con sus funciones y las demandas de los ciudadanos, que aplauden su gestión.
Sobre la cultura sectaria de Wert y su contrarreforma educativa, a la que sólo falta añadir la Formación del Espíritu Nacional para recuperar los cánones pedagógicos del nacionalcatolicismo, o sobre la política represora del ministro de Interior, que manda la Policía a los desahucios y las manifestaciones estudiantiles antes que a las algaradas tumultuarias en las que se citan los hooligans violentos para matarse entre sí, hablaremos cualquier otro día. El registro de acontecimientos de la política española es tan rico y variado que sería imposible abarcarlo en un solo artículo. Su carácter voluble no deja de ofrecer contradicciones dignas de figurar en el ranking de las veleidades interesadas a las que se aplican nuestros gobernantes, simplemente por oportunidad partidista. Será lo que nos merecemos, me temo.