Existen en nuestro Planeta muchos individuos con el grado de poder satánico y riqueza suficientes que les permiten jugar con la riqueza de los pueblos y arruinarlos si les conviene, al igual que organizar ejércitos y llevar a las naciones a la guerra si les conviene igualmente. Se creen con derecho a disponer de las riquezas y vidas ajenas en su propio provecho y jugar a banqueros y soldaditos, no con sus soldaditos de plomo con los que seguramente ya jugaban en su infancia de niños ricos, sino con su prójimo, que tiene más emoción. Y eso pese a conocer de sobras (porque son cultos y gozan de títulos universitarios), que eso no es legítimo porque atenta contra las leyes de Dios y contra el derecho a la vida que procede de Á‰l. Lo convierten en algo legal, eso sí, usando toda clase de trucos de picapleitos y magos negros, pero ni es legítimo lo que hacen a diario contra la humanidad, sino indecente tanto como ilegítimo. Pero Dios – que indica lo legítimo en Diez Mandamientos- solo les importa como tapadera en actos oficiales, porque muchos de estos, si son occidentales, hasta se declaran cristianos y fingen aceptar el Sermón de la Montaña, o presumen de hombres justos y honorables modelos de triunfadores. Pero no son otra cosa que lobos y tahures bien vestidos con diferentes tipos de uniformes y sombreros para engatusar multitudes desde palacios y balcones bendiciendo o proclamando la guerra según qué papel hayan decidido representar.
En todas estas que se nos presentan a diario como guerras legítimas, confundiendo astutamente legitimidad con legalidad porque así lo han decidido la ONU o la OTAN, – tan marionetas como sus gobernantes- los ciudadanos de los países que supuestamente representan se ven arrastrados o manipulados mentalmente para aceptar los hechos consumados y las decisiones que se toman sin contar con ellos. Nunca se hace un referéndum para ver si los ciudadanos quieren una guerra o admiten una reforma laboral o financiera que les lleva a la ruina. Son los políticos profesionales de los parlamentos inaccesibles al ciudadano los que deciden todo eso. Con desfachatez inaudita mienten a los pueblos para hacerles creer que el paro y la miseria a la que se ven sometidos por ellos anuncia un futuro próspero. En esto adoptan la misma postura que los obispos cuando les hablan a los pobres de resignación. Con la misma desfachatez declaran la guerra o la justifican, y obligan a pagarla a los pueblos mientras sus hijos son llevados al frente obligados por el hambre o por la ley. En tal caso, el gobierno que arrastra a la muerte a sus jóvenes les habla de patriotismo, misiones pacificadoras: términos-truco del Sistema. Pero eso sí: pone brillantes medallas, si llega el caso, sobre los ataúdes envueltos en la bandera nacional al pie del altar, mientras un militar-cura oficia la ceremonia para los insaciables seres de la oscuridad. Y a los que destacan como asesinos se les conceden honores y se les llama “héroes”, con derecho a figurar en los libros de Historia, a tener su nombre en calles y estatuas en plazas. Así las nuevas generaciones tendrán un modelo de lo que deber ser un buen hijo de su país. ¿Acabaremos viendo estatuas de banqueros con un rótulo que diga “Benefactor del mundo”?
Ente tanto, los hospitales mal abastecidos y repletos de heridos claman contra las guerras. Atentados, bombardeos indiscriminados a la población civil, gentes que lloran a sus muertos, destrucción de la vida animal y vegetal, casas, carreteras, mercados, desempleo, hambre, escasez de agua y luz eléctrica, son consecuencias inmediatas. Pero no se habla de los gritos de niños en la noche, de las familias rotas para siempre, ni de lo que va a ser de los huérfanos y viudas, de los mutilados y enfermos, de los heridos sin la atención adecuada que se suma a la desprotección que viene de lejos, pues siempre es la población civil la que más sufre: más que los propios soldados. Esa inmensa cantidad de dolor se acompaña del mundo de pensamientos y sentimientos que generan las guerras en víctimas y en verdugos: miedo, odio, traumas físicos y psicológicos, desesperanza, deseos de venganza y rencor, desconfianza en el género humano y otras energías negativas forman auténticos nubarrones de energía con todas esas cargas. Como ninguna energía se pierde, se forman potentes corrientes de negatividad que van de acá para allá por la atmósfera electromagnética que nos envuelve y se descargan sobre quien está individual o colectivamente en esa onda vibratoria a nivel mental y emocional, alimentando su parte más oscura y contribuyendo así a la extensión del conflicto. Y cada guerra genera energía para la siguiente. Así se produce esta espiral que nunca termina, donde cada uno recoge antes o después su propia cosecha en forma de desgracias y golpes de destino correspondientes a su responsabilidad en esta siembra. El soldado que mata no es más responsable que el general, ni este más que el presidente o el Parlamento y así podríamos continuar hasta los oscuros antros de Ali Babá donde se decide organizar la industria de la muerte a gran escala y el empobrecimiento de los que van quedando.