En ninguna etapa de su vida tiene el Hombre más necesidad de ser escuchado y comprendido como en su adolescencia y juventud. Es como si sólo mediante una honda comprensión de su alma se le pudiera ayudar a conseguir su evolución, su estabilidad, su plenitud. Y, sin embargo, ¡qué difícil es comprender al joven-adolescente! Los pliegues más finos de su espíritu se ocultan recelosos. En vez de la franqueza infantil que hasta esos momentos tenía, aparece muchas veces una reserva taciturna, una insolencia esquiva, una mirada entre temerosa y desafiante que desconcierta y enternece a la vez.
De la altanera autosuficiencia, a los ojos humedecidos, brillantes por cualquier emoción contenida, va apenas un breve camino de ida y vuelta que el adolescente recorre muchas veces. Y cuando queremos aproximarnos a él o a ella para acompañarlos en la senda de la búsqueda, de la inquietud, de la confusión o el desánimo, en muchas ocasiones no podemos hacerlo, porque ellos no abren fácilmente su intimidad a cualquiera, no se fían, no esperan que les podamos comprender ni ayudar.
Si este típico y habitual desconcierto ha sido un síntoma permanente de toda adolescencia, en los tiempos de confusión que corren, con un decaimiento ético galopante, con una falta generalizada de modelos de conducta, con una agresividad ambiental como telón de fondo de sus vidas, con unos Medios de Comunicación que imponen su estilo de vida, con un relativismo desesperante en el mundo de los valores…, con todos estos elementos, este desconcierto aún es mayor: los jóvenes-adolescentes, en muchas ocasiones, no se fían de casi nadie, se encierren en sí mismos o en el grupo de amigos al que pertenecen y se lo piensen mucho antes de contar a cualquiera sus inquietudes y dudas.
Al carácter turbulento que siempre ha presentado esta etapa de la vida hay que añadir en estos tiempos las dificultades que los chicos y chicas de nuestro tiempo encuentran para progresar en sus estudios o trabajos, la falta de motivación y coraje moral para luchar por ideales nobles en medio de un ambiente impregnado de “miseria intelectual y espiritual”. También está el poco tiempo que sus padres, encadenados a un interminable horario laboral, pueden dedicar a escucharlos, y, por otro lado, la mentira, la contradicción, el frecuente incumplimiento de la palabra dada que observan a su alrededor.
Tal vez estas razones hagan pensar al joven-adolescente que no merece la pena esforzarse para realizar un proyecto exigente de vida, abrir su mente y su corazón a nadie, que le va a ser difícil encontrar a alguna persona que sea capaz de decirle una palabra de ánimo, de comprensión, de empuje… Y de esa forma, se refugia en sí mismo, se encierra y se desmoraliza.
Sin embargo, merece la pena luchar para comunicarse, abrirse a aquellas personas que les pueden ayudar a vivir y a crecer. De hecho, muchos chicos y chicas que así lo hacen, y hablan con sus padres, con sus maestros, con sus hermanos, con sus amigos más íntimos, porque, han comprendido, como acertadamente escribía Torrente Ballester, que “así como las manzanas jóvenes maduran al sol, ellos también madurarán en presencia de otras personas, en diálogo sincero con ellas”.
Lo que buscan nuestros jóvenes-adolescentes es precisamente eso: El lenguaje del diálogo, del apoyo, del impulso, de la exigencia razonada, no de la simple dureza, de la intransigencia, de los gritos, de la descalificación. Ellos están buscando que alguien les hable con el lenguaje de las palabras, pero, sobre todo, esperan el idioma de las obras; ellos esperan que alguien les hable de otras perspectivas, de otros compromisos, de otras metas, de otros estilos de vivir y sentir. Lo están deseando ardientemente, porque lo que ven a su alrededor no les gusta.
Los jóvenes, en el fondo de su ser, están cansados de escuchar que vale más el dinero que la amistad, el poder que la felicidad, el puro desarrollismo técnico que la felicidad, la productividad que la poesía… El joven-adolescente espera otras melodías, otros sonidos. Educar a un adolescente es hacer de él alguien que aún no existe. Hay que hacerles ver que son seres únicos e irrepetibles, que su vida la deben decidir ellos mismos, que sus posibles errores no son definitivos, sino sólo dificultades normales que hay que ir superando para que un día puedan constituir su verdadera personalidad.
José Luis Rozalén Medina
Catedrático y doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación