La muerte se presentó tan inoportuna como siempre y paró su corazón. Hubiera querido hurtarle la memoria y los recuerdos de toda una vida, pero no fue posible, tan solo encontró imágenes tan recientes como desordenadas, aunque eso sí, placenteras, de un hombre bueno y querido, y en paz consigo mismo.
La muerte no entiende de rangos ni de estirpes. Y siempre va a lo suyo, sin reparar en el daño que genera a los dolientes que, en este caso, son todo un país.
Para los millones de españoles que peinamos canas, Adolfo Suárez ha sido el político que más ilusiones despertó en nuestra generación, llevándonos en volandas a una democracia que se resistió durante más de cuarenta años. Y no eran pocos los que, a la muerte de Franco, deseaban otro caudillo para re afianzarse en la manida frase de lo “atado y bien atado”. Pero la madeja duró lo justo. Y “sin prisas pero sin pausas”, el país creyó en el hombre que, aun siendo Ministro Secretario General del Movimiento, nos prometió “elevar a la categoría de normal lo que a nivel de la calle era normal”. Y lo hizo.
Lo conocí en noviembre de 1.983, a pié de la escalerilla del avión que lo traía de Madrid. Allí estábamos esperándolo los miembros del Comité Provincial del CDS. Nos saludó haciendo uso de su mejor sonrisa y con la cordialidad propia del que ya te conoce de antes. Apretó mi mano con fuerza, tensando el bíceps. Sacar músculo era algo que ejercitaba a diario dentro de los avatares en los que se había desenvuelto su etapa como Presidente del Gobierno. Muchas fibras estriadas –por no decir otra cosa- tuvo que echarle a los militares, al terrorismo, a los partidos de la oposición, sindicatos, huelgas de todos los sectores y administraciones… menos a su propio partido, la UCD; simplemente se fue sin hacer ruido cuando comprobó que no contaba con los apoyos necesarios para seguir gobernando.
Se ha dicho que era ambicioso. Bueno, en aquel tiempo se dijeron tal cantidad de barbaridades sobre su persona que, al día de hoy, creo que nadie relacionado con la vida pública ha recibido un trato tan vejatorio como injusto. Pero la ambición no estaba en su libreto. Su música era el liberalismo y la social democracia.
El ideario político del CDS hablaba de formas, maneras, y talantes. Así empezaban los estatutos del partido. Y Adolfo Suárez ejercía en primera persona esas tres premisas. Lo hizo siendo Presidente, después en la oposición, y hasta que el raciocinio le acompañó.
Resulta paradójico que hoy, que tanto se habla de la memoria histórica, el artífice de la transición la hubiera perdido desde hace más de una década. Solo él sabía cómo tuvo que gestionar la ejemplar entrada de la democracia. Era el fedatario del acta de defunción de las Cortes franquistas, y únicamente él, junto a Torcuato Fernández Miranda, y por supuesto el Rey, conocían los encajes de bolillos que tuvieron que hacer para conseguir el haraquiri de las vacas sagradas del régimen. Y el 23-F se ha ido con él. Y también los motivos de su dimisión como Presidente del Gobierno aquel 29 de enero, en que con los ojos lagrimosos se dirigió a la Nación pronunciando la enigmática frase de, no me voy por cansancio, lo hago porque no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España…
Coincidí y hablé con él muchas veces en esos nueve años que presidió el CDS. Comía poco, ya no fumaba, pero disfrutaba oliendo algún Ducados que le pedía a alguien. Puros si fumaba, en momentos muy especiales, y siempre eran los Montecristo que le enviaba Fidel Castro y que también recibía Felipe González. Jamás salió de su boca una palabra de rencor o desprecio hacia aquellos que, desde dentro de la UCD, propiciaron su salida de la Moncloa. Y adoraba a Gutiérrez Mellado, al que se refería como Manolo.
Ambicioso no, por supuesto; pero la política la llevaba inyectada en vena. Emilio Romero escribió una vez que, Adolfo Suárez moriría sentado en su escaño, de viejo. Y sí, su vocación de hombre de estado y sus conocimientos adquiridos le mantenían en vigilia hasta altas horas de la madrugada con la ayuda de varios cafés. Y siempre hablando de política que acompañaba de alguna simpática anécdota personal.
Estuve con él en las Elecciones del País Vasco de 1.986. Teníamos montado el cuartel general en Vitoria, de allí era nuestro candidato, su buen y llorado amigo Chus Viana. Y en esos días lo conocí más como hombre apegado a su familia y amigos. Dadas las buenas relaciones que mantenían él y Amparo Illana con los Viana, ella le acompañó los dos últimos días de campaña, cosa poco habitual. Y fui testigo de su espiritualidad, de su fe cristiana, acudiendo a comulgar en la misa de doce en vez de presentarse a una rueda de prensa que había preparado su director de campaña. Y para mi recuerdo queda la tarde que pasamos en el caserío de la familia Viana, donde los tres hermanos entonaron, como solo saben hacerlo los vascos, las canciones de sentimiento agridulce heredadas de muchas generaciones. Y las tres voces sonaban como un orfeón. A Suárez le pidieron que se uniera al coro, y por primera vez lo vi ruborizarse, salió a flote su timidez que, aunque desconocida para muchos, era un rasgo característico de su personalidad.
En aquellas elecciones conseguimos dos diputados, y Suárez encendió un Montecristo aquella noche en el hotel Canciller Ayala, lugar de la celebración.
Así empezaron los años dulces del CDS. Agustín Rodríguez Sahagún alcanzó la Alcaldía de Madrid. En el Parlamento Europeo sacamos nueve diputados, con Eduardo Punset a la cabeza, y en las elecciones Municipales y Autonómicas fuimos determinantes en numerosos ayuntamientos y muchas autonomías. Y cuando tocaron las elecciones generales, desbancamos a Izquierda Unida del tercer puesto nacional y conseguimos diecinueve diputados con casi dos millones de votos, eliminando del mapa electoral al Partido Reformista de Miquel Roca que perdió mil millones de las antiguas pesetas en lo que se llamó Operación Roca y que competía por nuestro espacio político.
Después ocurrió lo que ocurrió. Al Centro se le pedía pureza. Una parte del electorado no entendió la política de pactos que, según el momento, se hacían con partidos de derecha e izquierda. Y la sustitución de Fraga por José María Aznar despertó nuevas expectativas en el electorado. Eso, unido a las campañas de descredito que siempre las hubo sobre Adolfo Suárez.
Tras el descalabro electoral de 1.991 decidió marcharse. Dejó la presidencia del partido que había creado y se fue a su casa. A los pocos meses dejó también la Presidencia de la Internacional Liberal y Progresista de la que había sido reelegido tras el congreso de Spoo, en Finlandia. Y así desapareció para siempre la figura del primer Presidente de la democracia, del hombre que cumplió lo que prometió, del político que, junto al Rey, vendió al mundo la realidad de una transición modélica y de una democracia estable pesara a quien pesara, desoyendo el ruido de los sables y sin achantarse a los chantajes terroristas. Eso sí, con un gran desgaste personal y durmiendo con una pistola debajo de la almohada. Así estaban las cosas….
Y se sumió en el silencio. Cierto es que nunca fue hombre de entrevistas, concedía pocas, las justas. La timidez de la que antes hablaba estaba en el trasfondo de esta negativa pese a la insistencia de todos los medios de comunicación. Le creaba pudor el hablar de sí mismo.
Y una conocida editorial le ofreció un cheque en blanco por sus memorias, que se han ido con él.
Su vida a partir de entonces se limitó a a acudir a su despacho personal de Madrid, hasta que el cáncer -1.993- entró en su familia. Marian, su ojito derecho fue la primera, y un año más tarde Amparo, su mujer y bastión de la familia. Quiso recuperar para ellas el tiempo que se había dejado en la política y se convirtió en guardián constante de sus necesidades. Fueron muchos viajes a Pamplona, a la Clínica Universitaria, para seguir tratamientos vanguardistas que pararan la enfermedad. Amparo falleció en 2.001, y Marian tres años después.
Me contó el ex presidente Leopoldo Calvo- Sotelo, casado con Pilar Ibañez Martín, lorquina como mi madre y amigas de la juventud, que la muerte de su hija Marian cogió a Suárez “con el paso cambiado, como si tuviera bajo nivel de conciencia”, esas palabras me dijo cuando coincidí con él en el Hotel Alhambra Palace de Granada y aun no se había hecho oficial su enfermedad. Pero un año antes, se había producido la “anécdota” de liarse con los papeles del discurso que pronunció cuando nombraron a su hijo candidato a Castilla la Mancha por el Partido Popular. Y fue Santiago Carrillo, ocurrente y sagaz como siempre, quien días más tarde, en sus coloquios en la SER, hizo el siguiente e intuitivo diagnóstico: algo serio le ocurre a Adolfo Suárez, pues ha dicho que Aznar ha sido el mejor presidente de la democracia…
Adolfo Suárez, grande entre los Grandes de España, poseedor del Collar de la Orden del Toisón de Oro, Premio Príncipe de Asturias, y candidato al Nobel de la Paz, entre otros galardones, nos ha dejado. Pero su recuerdo perdurará siempre junto a nuestro agradecimiento. Adiós Presidente.