La «estrategia de salida» ya no engaña a nadie: se trata de salir de Afganistán y hacerlo del mejor modo posible, dejando que los afganos intenten arreglar el pastel.
Se cumplen ocho años desde que la invasión militar expulsó de Afganistán a los dirigentes de Al Qaeda, considerados responsables de los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001. A partir de ahí los errores se acumularon. La prepotencia del Pentágono y la orgullosa ceguera del equipo político que arropaba al presidente Bush desencadenaron una cruzada contra el terror que, equivocándose de objetivo, se orientó contra Irak y olvidó temporalmente a los talibanes afganos y a Al Qaeda. La servil aquiescencia de algunos gobernantes europeos contribuyó al más grave error estratégico que las fuerzas armadas de Estados Unidos han cometido en toda su historia bélica. Atacaron al enemigo erróneo y perdieron toda la credibilidad y el apoyo que Estados Unidos inicialmente había concitado como víctima de una acción terrorista.
Ahora, con la situación de Iraq relegada a un segundo plano -aunque allí sigan explotando bombas y muriendo iraquíes, y aunque el país se encamine hacia un destino incierto- los ojos se vuelven a Afganistán, donde se pretende repetir el «éxito» iraquí e instaurar una democracia en un pueblo que jamás la ha conocido y que tampoco parece desearla con entusiasmo.
Afganistán no es un país homogéneo, sino una creación del colonialismo británico de finales del siglo XIX, para aislar su dominio en la India de la Rusia Imperial. Además de los pashtunes, que constituyen la mayor minoría étnica (y que pueblan también las zonas fronterizas de Pakistán), hay otros grupos que forman una mayoría no pashtún y que están vinculados con los otros países limítrofes (Irán, Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán). Estos grupos, ante el temor a una nueva hegemonía talibana, no vacilarían en rearmarse y seguir a sus caudillos militares locales, que podrían ser apoyados desde los citados países y desde otros Estados más o menos interesados en esta zona, como Rusia, India o China.
Habría que temer, en esas circunstancias, un recrudecimiento de los enfrentamientos étnicos afganos, ante los cuales los contingentes militares de la OTAN, incluido el español, poco o nada podrían hacer sino sufrir los graves efectos de una prolongada y sangrienta guerra civil. Los gobiernos europeos cuyos soldados prestan hoy en Afganistán funciones de pacificación y reconstrucción deberán valorar esta hipótesis y prever, en su caso, la rápida retirada de los contingentes allí desplegados.
Las circunstancias apenas han cambiado. El remedo de elecciones democráticas que afianza a Karzai como jefe del fantasmal Gobierno afgano nada supone en el camino hacia una democracia imposible. Y los esfuerzos del Pentágono y la OTAN por hallar nuevas estrategias milagrosas que tengan éxito allí donde hasta ahora sólo se han cosechado fracasos únicamente parecen dirigidos a salvar la cara de ambas organizaciones militares. La llamada «estrategia de salida» ya no engaña a nadie: se trata de salir de Afganistán y hacerlo del mejor modo posible, dejando que los afganos intenten arreglar el pastel.
En todo caso, que nadie se confunda. Del mismo modo que en el seno del Gobierno talibán afgano anidó y creció la serpiente de Al Qaeda, con el resultado por todos conocido, nada impediría que, incluso con un futuro y soñado Afganistán pacífico y democrático, la hidra creciera de nuevo en cualquier otro país, sea africano o asiático, donde se repitieran las circunstancias que vivió Afganistán en los últimos años del pasado siglo, y el mismo ciclo se reprodujera fatalmente.
Alberto Piris
General de Artillería en Reserva