Soplan aires de cambio allende el Atlántico, aires que se perciben en el mundo entero y que traen ecos de superación de épocas pasadas. Hace cincuenta años ni los más audaces directores de cine de ciencia-ficción hubieran presentado a un futuro presidente de los Estados Unidos negro. Hoy podemos decir que se ha dado uno de los mayores pasos de la historia para terminar con los prejuicios raciales. La imagen de un hombre de raza negra como principal dirigente del país más poderoso del mundo penetrará en las conciencias de toda la humanidad y, lenta pero eficazmente, incidirá en la forma de entender las relaciones entre personas y pueblos de distinta apariencia física. Porque en eso consisten las razas: en una mera apariencia física.
Ojalá sea la última vez que alguien deposita un solo voto en una urna atendiendo al color de la piel de los candidatos. Y no nos vamos a engañar: tantos votos ha podido haber para Obama por ser negro como los que le han negado otros por la misma razón. Lo positivo en este caso es que, aceptando un equilibrio de votos raciales a favor y en contra, una gran mayoría ha respaldado la oferta de cambio del líder demócrata.
Ahora que Obama va a gobernar, debemos esperar a ver que se cumplen las promesas. El mundo entero está pendiente de ello. Hacía falta un presidente de los Estados Unidos dialogante, que tendiera la mano a sus enemigos tanto como a sus amigos, que no supeditase su política exterior a las grandes industrias del petróleo y del armamento. Un presidente respetuoso con los derechos humanos y con el Derecho internacional. Y, en el ámbito interno, hacía falta también un presidente que valorase más las libertades civiles y no rindiera tanta pleitesía a un pretendido liberalismo económico que, según se ha visto recientemente, no era tan liberal como se creía y ha dado unos pésimos resultados.
Ya hay un presidente negro en los Estados Unidos, pero eso no significa necesariamente que las cosas vayan a ir mejor. Recordemos que George W. Bush también contó con una afroamericana como secretaria de estado, y que la señora Rice no se distinguió precisamente por la modernidad y la valentía de sus planteamientos.
No hay que irse tan lejos para encontrar ejemplos decepcionantes. Hace pocos años, en la Cataluña de Pujol nadie podía imaginarse que pronto habría un andaluz sentado en la silla que, por derecho divino, correspondía a Artur Mas. Algunos han querido ver en ese hecho la demostración del carácter abierto del pueblo catalán y de la permeabilidad de su clase política. Yo, en cambio, no creo en los milagros y, una vez más, la lógica se ha mostrado tozuda: lo difícil no es que llegue un charnego a la jefatura del protoestado catalán. Lo difícil, lo imposible, es que llegue alguien que no sea nacionalista o que no esté dispuesto a convertirse en el más nacionalista de todos los nacionalistas, aunque sea a costa de ofender a los propios orígenes. Montilla cumple su papel de President a la perfección. Ha dado todos los pasos de la metamorfosis integradora y ahora se le puede considerar totalmente iniciado, un catalÁ de la ceba. En eso ha superado incluso a Michael Jackson, que no se ha atrevido a solicitar el ingreso en el Ku Klux Klan.
Espero, por el bien del mundo, que Barack Obama no sea como Montilla, sino que represente de verdad el cambio que simboliza el color de su piel.