En las religiones africanas no hay sagradas escrituras, pues cada persona lleva la religión en su mente, en su corazón, en la tradición oral, en los rituales y en personajes como los jefes, los sacerdotes o los ancianos.
Los africanos son esencialmente religiosos y cada pueblo tiene su propio sistema de creencias. La religión es el elemento más importante en la vida tradicional y conforma su manera de pensar, de sentir y de actuar. No existe una distinción radical entre lo profano y lo sagrado, pues todo está interrelacionado, lo espiritual y lo material. Allí donde se encuentre el africano, allí está su religión, pues ésta es inseparable del medio: la lleva a los campos cuando va a trabajar, la lleva a la escuela o a la universidad. Los nombres de las personas, los sonidos del tambor o los eclipses evocan significados religiosos. No comprenderlo así es contribuir al desarraigo personal y a la frustración social con la pérdida de sus señas de identidad que son la esencia de su universo.
Las religiones tradicionales no son para el individuo sino para la comunidad de la cual se sabe parte. Una de las fuentes de la tensión que padecen tantos africanos procede de la separación de su ambiente tradicional que los desgarra entre la vida de sus antepasados, que tiene raíces históricas y tradiciones firmes, y la vida de nuestra era tecnológica. En opinión de uno de los mejores estudiosos de las religiones tradicionales, el kenyata John Mbiti, «Ni el islamismo ni el cristianismo parecen eliminar los sentimientos de desarraigo y frustración. No basta con abrazar una fe que es activa un día, domingo o viernes, mientras que el resto de la semana se encuentra virtualmente vacío. Las religiones tradicionales ocupan a toda la persona y toda su vida, la conversión a las nuevas religiones debe comprender su propio lenguaje, sus modelos de pensamiento y sus relaciones sociales».
No hay sagradas escrituras, pues cada persona lleva la religión en su mente, en su corazón, en la tradición oral, en los rituales y en personajes como los jefes, los sacerdotes o los ancianos. Las religiones tradicionales no tienen misioneros que las propaguen ni pueden pasar de un pueblo a otro. Las religiones pertenecen a los pueblos y a las personas como el alma al cuerpo, como las tierras o el aire que los vieron nacer. Arrancar a los africanos de sus tierras, por la fuerza o por presión cultural, es arrancarlos de sus raíces.
En todas las religiones tradicionales se encuentra la creencia en una forma de vida después de la muerte, pero lo que cuenta es vivir, aquí y ahora, con coherencia. Ni existe la esperanza en un paraíso ni miedo a un infierno pues, como no existe el concepto de culpa judeo cristiano o el de karma para purgar en una encarnación presente culpas pasadas, no se comprende el concepto de redención que tanto les ha costado introducir a los misioneros. Como decía el fundador de los Padres Blancos, «hay que convencerlos de su culpa para que acepten el mensaje de redención».
El animismo se remonta a los orígenes de la humanidad. Para el hombre primitivo, los fenómenos que no puede comprender son movidos por fuerzas ocultas que él se representa a su imagen. Así hay espíritus buenos y malos, manes protectores, etc. Este animismo ancestral conduce a la hechicería o acción de hombres buenos o a la brujería de los perversos, a la magia para dominar esas fuerzas misteriosas (magia blanca y magia negra), a los tabúes que protegen las señas de identidad de la comunidad, al tótem que las representa, y que pueden derivar en supersticiones vulgares nacidas de la ignorancia y del miedo. No pocas veces, son promovidas por los poderes fácticos para dominar al pueblo. Ninguna religión tradicional o revelada se libra de ellos pero los camufla para aliviar la tensión ante lo desconocido y la angustia ante la muerte. Por eso, los hechiceros, los sacerdotes, los reyes y los magos se aprovechan de la natural tendencia a no tomar decisiones que comprometan y confiarse a los dioses que habitan las lagunas de la ignorancia de los pueblos, como señalaron Epicuro y Lucrecio. «Fábulas consoladoras ante el miedo cósmico y existencial».
J. C. Gª Fajardo