Como sucede a una casa antigua, sucede en el mundo a nuestro alrededor. En la casa avejentada y debilitada, un día vemos una pared desconchada por la humedad, un techo que se agrieta, una viga que cede, y llega un momento en que la estructura de la casa ya no soporta el tiempo y es preciso renovar. Hasta es posible que decidamos cambiar la estructura misma y modernizarla con nuevas ideas, porque la anterior ya no se acomoda a nuestras necesidades. Así sucede ahora mismo con el estado de esta casa llamada “mundo” que habitamos a diario. Algunos, hartos, piden que se pare para poderse apear, pero otros siempre han apostado por transformarlo para hacerlo más seguro, más bello, más justo y digno de nuestra especie. Sin embargo, a la hora de la verdad, existen serias divergencias.
El reformador conformista dirá que lo mejor es disimular su estado con manos de pintura, apuntalar vigas carcomidas y tapar goteras. En cambio, otro, más radical, le objetará que eso no soluciona el problema, que lo que hay que hacer es cambiar toda la estructura, porque eso es solo un lavado de cara de un enfermo terminal. Pero como él mismo no ha cambiado la propia estructura mental y emocional, solo sabe actuar con violencia. Primero derriba violentamente y luego es incapaz de proporcionar un diseño correcto y duradero. Y todavía un tercero añadirá que el problema es más profundo aún, que antes que ponerse a modificar la estructura material es preciso modificar y perfeccionar la estructura inmaterial, o sea, la mente del arquitecto, para que el diseño que conciba sea perfecto y duradero. Este último reformador está a favor del cambio total, pero en él incluye el del propio personal que aspira al cambio, lo que añade una tercera y nueva dimensión al asunto. Este es el salto cualitativo pendiente en el conjunto de la humanidad.
¿Cuál de las tres opciones le parece mejor, amigo lector? Antes de decidirse situémonos ante los hechos. Nuestra casa mundo se está hundiendo y todos los días tenemos nuevos datos sobre el estado del derrumbe: acelerada extinción de especies animales ( una espada de Damocles sobre nuestras vidas), ruptura definitiva del equilibrio ecológico planetario, cambio climático imparable, inundaciones, terremotos, sequías, desviación en varios kilómetros del eje magnético de los polos, agotamiento progresivo e insustituible del agua y de la tierra cultivable, desforestación mundial por incendios y talas, cainismo en guerras, y asesinatos en el mundo animal a gran escala para consumo, experimentos y diversión. Y muchas cosas más. Este es el edificio en ruinas ante el que nos encontramos, derrumbándose como castillo de naipes, y debemos sincerarnos en este punto y reconocer que los autores de semejante barbaridad no pueden ser otros que bárbaros. O sea: nuestra especie, esta especie a la que no cesamos de atribuirle inteligencia y considerar civilizada. Y cuando digo “nuestra especie”, por favor, amigo lector, no intentemos quedarnos al margen usted y yo como si fuésemos inocentes, porque ¿quién no ha cometido o comete una parte, por mínima que sea, de la gran tropelía mundial? ¿Existe, acaso, quien esté libre de pecado contra las leyes naturales y las leyes divinas del amor y del respeto al semejante? Alguno dirá: “Oh, es la condición humana”. Estos son los pesimistas, los manejables, los que huyen del cambio personal, los derrotados. Estos son los que dicen aquello de “que se pare el mundo, que me apeo”, hartos de esa condición humana que es también la suya. Alguno se suicida, desesperado por no hallar la puerta de salida de esta casa en ruinas. Otros quieren poner bombas para acelerar el derrumbe y acabar de una vez con la condición humana insoportable.
En alguno de esos grupos estamos incluidos, porque como humanos no podemos estar al margen de la condición humana siempre egocéntrica. Cambiar el mundo exterior, social, hacia más altas cotas de convivencia es algo que exige en cada uno un trabajo personal interno pues para que existan buenos frutos en el mundo social, hacen falta buenas semillas personales de altruismo, paz, igualdad, justicia y fraternidad, pues sin buenas semillas, al igual que sucede en la Naturaleza, no hay buenos frutos. Por esa falta de semillas se abortaron las revoluciones históricas precisamente en manos de egocéntricos que siempre piensan que la revolución de la conciencia es algo que no va con ellos, que solo la revolución social, y mejor violenta, es el modo de acabar con las injusticias.
Tal vez con la experiencia histórica y viendo a nuestro alrededor cómo el mundo se precipita al vacío por falta de ética personal y conciencia moral de tantos dirigentes y dirigidos que les admiran, votan o se muestran indiferentes, sea este un buen momento para hacernos preguntas sobre nosotros mismos, sobre lo que tenemos que ver con eso y sobre si estamos dispuestos a pertenecer al futuro modificando para bien nuestros propios programas mentales y deficiencias éticas. Vivir con una ética y moral elevadas nos exige tener en cuenta el bien común y la regla de oro de no hacer a los demás mal alguno y hacer a cada uno el bien que queremos para nosotros mismos Así podremos fluir hacia la vida social como un afluente de aguas limpias hacia el gran río de una renovada condición humana, más próxima a lo divino que a los «humano, demasiado humano» que decía Nietzsche.