Sociopolítica

Apagón informativo

Ya no puedo leer El Mundo, ya no puedo ver la tele…

Y eso, ¿por qué?, se preguntará el lector. Pues por aquello que Sebastián decía a don Hilarión en La Verbena de la Paloma: “hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”. ¡Y tanto! Tómese al pie de la letra.

Empiezo por la tele. Verla, lo que se dice verla, no es cosa que haga a menudo, pero a veces, muy de tarde en tarde y por lo general a la hora del telediario o en ratos tontos de los hoteles, pico.

Pues ya, por culpa del dichoso apagón analógico, ni eso.

Mi mujer ha comprado el puñetero aparatito que sirve, en teoría, para adaptarse a los nuevos tiempos y…

Ahora hay dos (dos, digo) mandos a distancia. ¡Por si manejar uno no fuese ya, de por sí, suficientemente complicado! No sé en qué orden hacerlo, me aturullo, pulso el uno, pulso el otro, vuelvo a pulsar éste, vuelvo a pulsar aquél, y la pantalla se llena de nieve o de imágenes borrosas y sonidos apagados que parecen de ultratumba. Poltergeist.

Mi mujer me echa entonces una bronca porque lo he desintonizado todo y según dice, había estado no sé cuánto tiempo poniendo orden, con la ayuda de un manual de cientos de páginas, en las tripas, lucecillas, botones, enchufes, cables, chips y testículos del televisor.

Un desastre. Se acabó la tele. Ya no intento verla.

Tampoco la radio me sirve de mucho, porque no sé cómo se buscan en el dial ni en el laberinto de las frecuencias (AM, FM, LM… ¿Qué será eso?) las emisoras que me gustan. ¿Cómo diablos se las apañará la gente? ¿Se aprenden las cifras de memoria? ¿Soy yo el más tonto del pueblo?

Voy para atrás. De pequeño sí que era capaz de poner la radio. Ahora me limito a encenderla mientras me ducho, me visto y preparo las setenta y tantas píldoras de mi elixir de la eterna juventud, y lo hago al tuntún. Lo que sale, sale, con tal de que no sea música ni hablen de deportes (cosa que, por lo demás, hacen a todas horas), y ya está.

Pero mucho peor es lo que me sucede con la prensa escrita. Leer El Mundo antes de empezar mi tarea de escritor es para mí -o, mejor dicho, lo era- un sacramento, un rito, una ablución matinal, un deber, un placer, un estado de trance… Lo era, digo, porque esa imperiosa y agradabilísima costumbre se me está poniendo muy, pero que muy cuesta arriba.

Lo explico. Cuando estoy en España y, dentro de ella, en un algún lugar relativamente habitado, voy al quiosco, aunque cada vez sea más difícil encontrarlos, y asunto resuelto. Las dificultades empiezan cuando estoy en Castilfrío -el punto de venta de periódicos más cercano está a veintitrés kilómetros de mi casa y, por si fuese poco, la nieve me impide a menudo salir de ella- o en las quimbambas del extranjero, donde paso, por lo general, la mayor parte del año. No cabe, entonces, más recurso que internet, y a ella, hasta hace cosa de una semana, recurría.

Ahora, ya no. Ahora mis jefes, compañeros y colegas se han sacado de la manga eso de Orbyt, y catapún… Se acabó la diversión. Llegó Pedro Jota y mandó parar.

Por más esfuerzos que hago y que hacen quienes me ayudan (Naoko, Javi, que es ingeniero de comunicaciones, y el eficacísimo equipo informático de Unidad Editorial) no consigo ir más allá de la primera página, y eso de poco me vale, porque ni siquiera me queda el consuelo de leerla. Su tipografía es minúscula. Me desojo, y nada. Ya sé, ya sé, que hay una especie de zoom en alguna parte oculta del mapa del tesoro, pero no acierto a localizarlo ni, cuando alguien lo hace por mí, sirve eso para mucho, porque la página en cuestión se agiganta, se trocea, se desborda, sobrepasa los límites geográficos del ordenador y sólo alcanzo a ver media docena de líneas impresas en caracteres tan gordos como las letras superiores de los carteles que los oftalmólogos enseñan para graduar la vista de quien acude a ellos.

Fue el propio Pedro Jota quien el otro día me ponderó las ventajas del nuevo sistema de consulta de las cabeceras que dirige y se prestó, incluso, amablemente, a mostrarme y demostrarme las maravillas de Orbyt en la pantalla del ordenador de su despacho. Y sí, cierto, tenía razón, y yo se la doy, vistos allí tales prodigios, pero no contaba con que éste su seguro servidor es, como insinué antes, el más tonto del pueblo.

Llegué a casa, puse manos a la obra, y lo dicho. Tuve que bajar al quiosco.

Dentro de unos días me voy a Japón para pasar allí una larga temporada. ¿Qué diablos puedo hacer para seguir leyendo en tan remotas tierras mi periódico favorito mientras desayuno arroz blanco, té verde y pescado crudo?

El náufrago que esto escribe sólo tiene un tablón al que agarrarse: la versión digital de El Mundo, la misma en la que aparece lo que ahora acabo de escribir, pero ¿qué será, ay, de mí el día en que Baeta, capitán de este último asidero, decida ponerlo en Orbyt?

Braceo. Estoy desesperado. Ni tierra ni barco a la vista. ¡Socorro! ¿Hay alguien ahí?

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.