En todos los grupos humanos, sean más numerosos, sean menos, en todas las “Sociedades” siempre hay una gran cantidad de gente que considera que su forma de vida es lo suficientemente aceptable, que no hay nada que merezca ser cambiado, o como mucho que las cosas merecedoras de ser cambiadas no son demasiadas, que determinados “cambios” es meterse en aventuras “revolucionarias”, y que evidentemente las actitudes transgresoras están de más…
A la vez que esta parte dela Sociedad, también están los que consideran que lo que nos legaron nuestros mayores (tras muchos ensayos, aciertos, errores) no merece la pena ser conservado y que hay que hacer un cambio social profundo, y que apenas nada es digno de ser conservado. Estoy hablando de quienes se atribuyen el monopolio del “progresismo”, de quienes se erigen en la vanguardia moral y, por supuesto, aspiran a convertirse en los nuevos gestores y “salvarnos”, da igual si nos gusta como si no… Y por descontado, todo lo que contradiga sus proclamas, consignas, dogmas es cosa de gente egoísta, anacrónica, reaccionaria, gente despreciable a la que habría que apartar a toda costa.
Las Sociedades que realmente progresan, avanzan sin grandes traumas, sin desasosiego, sin inseguridades, con paso firme, sin entrar en constantes crisis desestabilizadoras para sus integrantes, sin llevar a la gente a situaciones de angustia vital; son las que son capaces de mantener un cierto equilibrio en el que los apocalípticos no acaben imponiendo sus criterios, y mucho menos acaben tomando el poder, pues en ese caso, esas sociedades están abocadas al suicidio, o casi.
Para que no ocurra esto último, para que no sea posible, es necesario que nunca sean mayoría los que cuestionan el consenso más o menos general, de que las fórmulas de convivencia existentes son suficientemente válidas. Para evitar que la gente viva inmersa en continuos sobresaltos, para que se sienta miembro de una sociedad estable, perdurable, próspera, es imprescindible que existan “absolutos”, sí, asideros incuestionables, y de “esos absolutos” son de los que pretendo hablar, o mejor dicho, acerca de la conveniencia de no cuestionarlos.
Ninguna Nación medianamente sensata está constantemente poniendo a debate su forma de “jefatura de Estado”, o su forma de organización territorial, o las competencias de su Ejecutivo, o de su Legislativo, o de su Poder Judicial; tampoco hay ningún país de nuestro entorno cultural en el que se esté constantemente cuestionando su política exterior (en España cuando cambia el Gobierno los que hasta entonces eran aliados pasan a no serlo, y viceversa…) Tampoco en ningún país civilizado se está constantemente cambiando el sistema de sanidad pública, o el sistema público de enseñanza, y tantas y tantas cosas más que conducen a los ciudadanos a pensar que en España las reformas nunca se acaban, con el consiguiente desánimo que produce la constante transitoriedad en la que nos tienen instalados quienes nos “mal-gobiernan” desde hace más de tres décadas.
La Constitución Española de 1978 dice que España es un Estado Social, Democrático y de Derecho, entendiéndose como un régimen que tiene como principal objetivo la garantía de los derechos individuales, la libertad y sobre todo la propiedad, que se proclaman como universales. A su servicio están la división de poderes, el imperio de la ley y el correspondiente control judicial de la administración, concebidos como un límite para las intervenciones del ejecutivo en esa esfera de libertad y propiedad: sólo pueden tener lugar previa autorización de la ley y bajo el control de los Tribunales. La mayoría de la gente cuando se percata de todo “esto” acaba siempre preguntándose cuándo se acabará consolidando eso que hasta ahora es retórica vacía…
La Democracia, en su sentido original, se refiere a la soberanía ilimitada de la mayoría (de “esto” y no de otra cosa hablan quienes ahora nos dan la matraca con su “derecho a decidir”) un sistema social en el que el trabajo de cada uno, su propiedad, su mente y su vida misma están a merced de cualquier pandilla que pueda conseguir el voto de una mayoría en cualquier momento y para cualquier propósito. Si antes advertía de la necesidad de “absolutos/incuestionables”, es porque si no es “así” tendremos que aceptar que la mayoría puede hacer lo que le dé la gana, y por lo tanto cualquier cosa que hace/decide la mayoría es buena porque son la mayoría, siendo pues éste el único criterio de lo bueno o lo malo, de lo correcto y de lo incorrecto, de lo legal y de lo ilegal, de lo ético y de lo antitético…
Pero ¿Quién es la mayoría? En relación a cada individuo concreto, todos los otros son miembros potenciales de la mayoría, que puede destruirlo a placer en cualquier momento. Entonces cada hombre y todos los hombres se convierten en enemigos; cada uno tiene que temerles y sospechar de todos; cada uno tiene que intentar robar y asesinar primero, antes de que él sea robado y asesinado. Si nos fijamos en el ejemplo de los antiguos atenienses, acabaremos encontrándonos con la vida de Sócrates, que fue condenado a muerte porque a la mayoría no le gustaba lo que opinaba y divulgaba, a pesar de que no había violentado a nadie, ni violados los derechos de nadie.
Una democracia, en la que no haya “absolutos/incuestionables” es esencialmente una forma de colectivismo, que niega los derechos del individuo, y en la que la mayoría puede hacer su santísima voluntad sin cortapisas, sin restricciones. En principio, el gobierno democrático es todo-poderoso, siendo así la democracia una manifestación totalitaria; y no una forma de libertad tal como generalmente nos dicen.
Una democracia con “absolutos/incuestionables” solo debe permitir que la soberanía de la mayoría se aplique sólo, exclusivamente, a detalles menores, como la selección de determinadas personas. Nunca debe consentirse que la mayoría tenga capacidad de decidir sobre los principios básicos sobre los que ya existe un consenso generalizado y que a nada conduce estar constantemente poniéndolos a debate y refrendo… La mayoría no debe poseer capacidad de solicitar, y menos de conseguir, que se infrinjan los derechos individuales.
El derecho al voto es una consecuencia, nunca debe ser la causa primaria de un sistema social libre; y su valor tiene que depender de una estructura constitucional, que habrá de poner en funcionamiento, aplicar los métodos y medidas necesarios para limitar de forma clara y estrictamente el poder de los votantes; el dominio de una mayoría ilimitada es el principio de la tiranía.
Votar es simplemente un instrumento político de participación, para elegir los medios prácticos, para decidir sobre los principios básicos de una sociedad. Pero esos principios nunca deberían estar determinados, supeditados a una votación.
Bajo ningún concepto los derechos individuales deberían someterse a voto público; la mayoría no tiene derecho a votar para quitarle los derechos a una minoría; la función política de los derechos es precisamente proteger a las minorías de la opresión de las mayorías, y no olvidemos nunca que la minoría-minoritaria más pequeña es el individuo.
Los ciudadanos de una “nación libre” pueden no estar de acuerdo sobre los procedimientos legales o los métodos que utilicen los gestores de lo público para velar por sus derechos, pero es de suponer que habrán de estar de acuerdo en el principio básico de cuál ha de ser el punto de partida: el respeto escrupuloso de los derechos individuales.
Cuando la Constitución de un país deja a los derechos individuales fuera del alcance de las autoridades públicas, la esfera del poder político queda seriamente restringida; es así como los ciudadanos pueden, de forma segura y adecuada, estar de acuerdo en acatar las decisiones del voto de la mayoría, dentro de esa esfera limitada. Las vidas y los bienes de las minorías o de los que disienten nunca se cuestionan, nunca están en riesgo, no dependen del voto y no están amenazados por ninguna decisión que pueda tomar la mayoría; ninguna persona y ningún grupo poseen carta blanca para poder actuar contra los demás. Nunca se debe permitir que los deseos, el capricho colectivo sean el criterio correcto en todo lo concerniente a los asuntos políticos, nunca se debe abrir la puerta a que una mayoría se arrogue el “derecho”, el poder de esclavizar, subyugar a otros…
Asistimos a un caos intelectual de tal magnitud que a menudo olvidamos que, el gobierno correcto es aquel que protege la libertad de los individuos. Y la única forma es reconociendo y protegiendo sus derechos a la vida, la libertad, la propiedad, y a la búsqueda de la felicidad (que no es lo mismo que “hacerlos felices”). Y como es lógico, debe identificar y castigar a aquellos que violan los derechos de sus ciudadanos, sean criminales nacionales o agresores extranjeros.
Ni que decir tiene que el poder del gobierno ha de estar claramente definido, limitado de forma muy estricta y precisa, para que ni el gobierno ni ninguna turba que quiera conseguir poder estatal pueda abolir la libertad de los ciudadanos.
Un gobierno así convierte la libertad individual en intocable, poniéndola fuera del alcance de cualquier multitud o grupo con ansias de poder. La vida de cada ciudadano sigue siendo suya, y cada cual posee la libertad de vivirla, siendo conditio sine qua non que respete de forma la libertad de los otros a hacer lo mismo.
“Á‰sta” es la única “democracia” admisible, lo demás son formas de gobierno y regímenes liberticidas, pues nunca habría nada que frenara la tentación de sacrificar a los más débiles, a las minorías más o menos “indeseables”. Una sociedad libre nunca debe suscitar inseguridad personal, o poner en riesgo los derechos de las personas, y en particular el derecho de propiedad.
Nunca se ha de permitir que la mayoría vote para decidir sobre si se le quita la vida o se permite vivir a Sócrates, por incurrir en herejía o expresar ideas “políticamente o socialmente incorrectas”… aunque una mayoría exija el ejercicio de ese poder, la Constitución y las leyes, mejor dicho el Gobierno, deben salvaguardar la libertad de los individuos.