Cuando era joven el Mulá Nasrudín, héroe de tantos cuentos populares en Oriente Medio y hasta en la lejana Samarcanda, tenía una barca desvencijada que utilizaba para llevar a la gente al otro lado del río.
Un día, un profesor muy quisquilloso, decidió, mientras cruzaban, hacerle una prueba al Mulá para ver cuánto sabía.
– Dime, Nasrudín, ¿cuánto es ocho veces seis?
– No tengo idea, – respondió el Mulá -.
– ¿Cómo escribes «magnificencia»?
– No lo hago, – respondió Nasrudín -.
– ¿No estudiaste nada en la escuela?
– No, – respondió el Maestro -.
– En ese caso, la mitad de tu vida está perdida.
Justo entonces, se desató una tormenta feroz (vaya usted a saber si Nasrudín tuvo algo que ver o si los Cielos quisieron echarle una mano), y el bote comenzó a hundirse.
– Profesor, – dijo Nasrudín -. ¿Alguna vez aprendiste a nadar?
– No, – le respondió -.
– En ese caso, tu vida entera está perdida.
En los planes de estudio insisten en que llenemos nuestra cabeza de conceptos en lugar de ayudarnos a tenerla bien estructurada. Ocho veces seis todavía suman 48, con independencia de dónde vivamos. Pero el concepto de magnificencia puede cambiar si sabemos que, en 1520, cuando los españoles llegaron a Tenochtitlán, Ciudad de México, ésta era diez veces más grande que cualquier ciudad europea.
Ignorar a la otra mitad de la humanidad (las mujeres, los pueblos indígenas, los hambrientos, los que no tienen acceso a la cultura, menospreciar a quienes ni siquiera saben que son personas) no presta la ayuda necesaria para aprender a nadar en las aguas turbulentas de nuestro siglo.
J. C. Gª Fajardo