EL CRISOL – Pascual Mogica Costa
Me ha enviado un amigo un ensayo que escribió Jesús Mosterín, filósofo y profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC, titulado «La buena muerte», en el cual nos habla sobre la eutanasia.
Siempre tengo en mente aquella madrugada del 3 de abril de 1980 y la lectura de ese escrito ha contribuido a que ese recuerdo se convierta para mi, una vez más, en motivo de reflexión sobre lo que experimenté aquella madrugada y sobre mi posición con respecto a la eutanasia.
En aquella madrugada del aquel Jueves Santo de 1980, se cumplían cuatro noches y tres días del ingreso en la Unidad de Cuidados Intensivos de mi padre (q.e.p.d) tras sufrir un infarto de miocardio que al final le llevó a la muerte. Fueron cuatro noches y tres días los que estuve en el hospital siempre pendiente de la evolución o del giro positivo que podía dar tan fatal dolencia, hasta que en esa madrugada, el doctor que le asistía sabedor de que yo estaba presente en el hospital -fueron varias las ocasiones en que me dijo que me marchara a casa a descansar y que volviera en las horas de visita pero no le hice caso, yo intuía que era la última ocasión de estar lo más cerca posible de mi padre y quería estar allí- observé que se dirigía hacia mi e impaciente fui hacia él y con la mirada le pregunté por el estado de mi padre el médico me dijo que acababa de fallecer y a continuación me dijo unos palabras que nunca olvidaré: «Le pido perdón a usted por las diabluras -una forma de expresión que yo entendí perfectamente- que le hemos hecho a su padre». Le vi bastante afectado y le respondí que no tenía que pedir perdón por que yo estaba seguro de que habían hecho lo que se debía hacer.
Cuando se comenzó a hablar en España sobre la eutanasia recordé aquella petición de perdón del jefe del equipo médico que atendió a mi padre y pensé y pienso, que mi padre debió pasarlo bastante mal para al final morir sin remedio. En absoluto he guardado, ni guardo, rencor alguno, al médico ni a nadie, es más con el tiempo he llegado a estar seguro de que este médico, si ello hubiera sido legalmente, posible él mismo me hubiera tenido al corriente del porqué de esas «diabluras» que le hicieron a mi padre en un vano intento por salvar su vida, esa vida que ya prácticamente había perdido cuando ingreso en el hospital, me hubiera descrito su estado en fase terminal y creo que de habérselo propuesto, me refiero al hecho de evitar sufrimientos innecesarios a mi padre, hubiera accedido a ello. Yo no concibo ese alargamiento artificial de la vida y me cuesta creer que alguien lo practique cuando por sus conocimientos es consciente de que al paciente no le queda más que sufrir para nada. En este aspecto, y sin pretender herir los sentimientos de nadie, he de decir que cualquier animal de compañía que sufra una dolencia incurable es tratado de modo y forma que no experimente sufrimiento alguno y se pone fin a su vida. Si a los animales se les trata con humanidad ¿por qué esa humanidad no se practica también con las personas?
Espero, y deseo, no haber molestado a nadie exponiendo mi parecer sobre un tema tan polémico como controvertido, pero creo que todos debemos hacer público nuestro parecer sobre tan delicada cuestión.