Coincidiendo con el próximo tratamiento de la mal llamada “ley del aborto” en el Congreso de la Nación, grupos papistas, carismáticos, protestantes y religiosos ya iniciaron furiosas campañas “para proteger la vida” como si los que estamos propiciando la ley fuésemos asesinos seriales. Lo que sorprende aún más es la adhesión de personas del ámbito de la cultura a esta supuesta defensa de la vida que propician el Vaticano, la Curia y los episcopados argentinos. Detrás de ellos se enfilan pastores de toda laya.
Primero, la ley no obligará a nadie a realizarse un aborto. No creo que haya en este país una sola persona de bien que ande recomendando hacerse abortos como si fuese un placer o la visita a un spa. No. Lo que pedimos quienes adherimos a la ley es que el Estado, que no es religioso sino laico por definición en la Constitución, atienda a las mujeres que decidan hacerse un aborto del mismo modo que atienden otras contingencias médicas. Una mujer que decide hacerse un aborto lo hace por una mezcla de condiciones que van desde la ignorancia a la desesperación y ya está dispuesta a eso, de nada valen los argumentos teológicos, legales o penales. Lo hará contra nuestra indicación y convicción porque (en la mayoría de los casos) ya tiene varios hijos y sabe que no puede asumir una nueva responsabilidad.
Tomada la decisión, ¿qué hacemos como sociedad?
Hasta hoy, esta pobre mujer desesperada no tiene recursos para hacer el procedimiento de un modo normal, sin falsos dramatismos e hipocresía, en un centro de tratamiento médico. Como no puede hacer esto en el ámbito sanitario adecuado, con médicos entrenados y personal de cuidados, enfermería, cae en manos de centros clandestinos, manejados por personal improvisado, no médicos sino curanderas, obstetras que no se han recibido, sin personal auxiliar. En consecuencia, se hace mal. La mujer, sin posibilidad de recuperarse vuelve a su casa y más tarde empieza un severo proceso infeccioso que casi siempre termina con su vida.
¿Qué tenemos como resultado?
Una mujer fallecida y cuatro o cinco huérfanos que quedan “a la buena de Dios” que si ustedes han podido comprobar, sabrán que no es nada buena. Si no terminan vagabundeando en la calle, pueden terminar internados en institutos que dirigen honorables curas pederastas, a quienes la misma Iglesia jamás sanciona.
Esa es la “protección a la vida y la familia” que propone el cristianismo en su conjunto, castigando con multas severas toda libertad sexual y sus consecuencias, como si nuestras relaciones sexuales fuesen la principal preocupación de Dios. Con el mismo criterio prohíbe el uso de anticonceptivos y aunque usted no lo crea, el uso de preservativos en tiempos en los que el HIV hace estragos en la sociedad.
Un Estado laico es aquel que propicia la libertad de conciencia en cuanto al culto. Ningún gobierno le puede imponer a usted que profese tal o cual religión, eso sería insano. Tampoco los papistas pueden obligarme a vivir de acuerdo a sus normativas, yo respeto todas las creencias y cultos pero no permito que se me impongan sus obediencias, de otro modo, también, por qué no, deberíamos regirnos en toda la República Argentina por el reglamento del Jockey Club o de la Asociación de Pasteleros. Todas las sociedades tendrían el mismo derecho a imponer sus reglas al conjunto de la sociedad. Y, de aceptarse las premisas cristianas rápidamente (y con toda justicia) la sinagoga y las mezquitas exigirán lo suyo. Y hasta el templo umbanda verá la oportunidad de presionar con sus convicciones.
Por esa razón y a partir del Edicto de Milán, la sociedad occidental adoptó este principio de la libertad de cultos. Y cuando decimos libertad, hablamos en ambas direcciones: de la sociedad a las iglesias y de éstas a la sociedad. Ambos sectores estamos libres de compromisos respetando al otro. Dicho de otro modo, como decía Luis Pasteur: “cuando abro la puerta de mi laboratorio, cierro la de mi iglesia”, porque bien sabía don Luis que muchas veces la religión interfiere con el libre pensamiento humano, con la ciencia y la conciencia. Creo que los curas, obispos y pastores deberían estar tranquilos: si enseñaron bien y con el ejemplo a su grey, ninguna feligresa optará por el aborto y su rebaño estará a salvo de las acechanzas de la ley. Vuelvo a reiterarlo: la ley no obligará a nadie a abortar. Es más, uno de los anteproyectos propone exigir a la mujer que se lo practique, un curso de educación sexual y reproductiva para evitar en lo sucesivo este terrible dolor.
Un Estado laico tiene la obligación de atender al bienestar de sus ciudadanos/as y este derecho de la mujer a interrumpir un embarazo cuando considere que no se puede hacer cargo del futuro hijo, debe garantizársele como el derecho a la educación, al trabajo y al pleno desarrollo humano.
No creo que se deba discutir con teólogos acerca de cuándo empieza la vida a tener conciencia para hablar de un “ser humano”, los embriones (desde la fecundación al 3er mes) obviamente no la tienen, es absurdo plantear que un embrión sufre, tiene remordimientos, memoria, dolor moral y capacidad de abstracción. La Biología es clara en este sentido, sabemos que el sistema nervioso está tan inmaduro que es incapaz de funciones psíquicas básicas. Y además sospechamos que un fuerte resabio misógino se esconde detrás de este entorpecimiento a las leyes que aumenten el derecho en la sociedad para las mujeres. Todavía queremos manejar sus cuerpos, sus deseos y sus decisiones. Tampoco es buena idea meter a Dios en nuestras camas: casi siempre provoca severos conflictos y perturbaciones que nos llevan a las diversas neurosis que conocemos.
En realidad la ley busca poner en un plano de igualdad a todas las mujeres: porque todos sabemos que en nuestros tiempos las niñas de familias adineradas abortan en clínicas bien equipadas, sin riesgos y las mujeres pobres son las que recurren a curanderos y tratamientos clandestinos de baja o nula seguridad, y éstas mujeres, que ya tienen hijos, son las que más necesitan del cuidado adecuado para regresar a su hogares y seguir criando a sus hijos.
Argentina ha iniciado un cambio social sin semejanzas, se juzgó y castigó de modo ejemplar a los asesinos y torturadores de la dictadura militar, se amplió la base del derecho a grupos marginados históricamente, se distribuyó bienes y servicios a la población más vulnerable, se puso un fuerte énfasis en la educación y la tecnología. Espero que no dejemos solas a las mujeres en este trance tan duro como traumático. Los gritos espasmódicos de las iglesias no son más que disputas de poder queriendo imponer a la sociedad sus criterios milenaristas. Pero la sociedad, al fin lo vamos comprendiendo, no es una parroquia, sino el sitio del ejercicio pleno de nuestros derechos como ciudadanos/as.