Francis Fukuyama escribe en 1989 uno de los libritos sociopolíticos más celebérrimos de los últimos 30 años, «El fin de la Historia”. Fukuyama es un sociólogo norteamericano de origen japonés que se forma como cachorro de Friedman en la fundamentalista Universidad de Chicago. Pregonada su obra como Dios manda por los muchachos del Pentágono, en pocas semanas no quedaba un intelectual en el planeta que no hablara de él. El nipón neocón apuntaba entonces, a que con la caída del comunismo, el hombre llegaba a la culminación de su discurrir político y dialéctico. No sin cierta desfachatez, Fukuyama aventuraba el final de las ideologías del género humano: Neanderthal, Homosapiens y Neoliberal. Todo un visionario.
Sin duda el derrumbe del comunismo garantizó un pase Vip hacia la práctica del capitalismo más salvaje. «¿Veis quién tenía razón?» Se abrió así la veda para el ejercicio de una práctica neoliberal de dudosa legalidad. Un socialdemócrata como Clinton (bien obsequiado of course) fue el primero en dar vía verde a un proceso de liberalización financiera global pornográfico, como postre al agresivo marco neoliberal edificado una década antes por las administraciones Reagan y Thatcher. Paradójicamente, el fenómeno de las dictaduras comunistas (como factor histórico objetivo) resultó más beneficioso para las sociedades capitalistas, que para sus propios actores: tras la Revolución rusa y el triunfo de la URSS sobre Hitler en la Segunda Guerra Mundial, el Capital comprende que si desea evitar la propagación de las revoluciones obreras por Europa, es necesario hacer concesiones. Se universaliza así la Seguridad Social de Bismarck, instaurando a su vez, toda una serie de conquistas que definirán el nuevo Estado del Bienestar continental: vacaciones, derecho al desempleo, subsidios, pensiones, convenios colectivos y sindicatos que defiendan los derechos de los ciudadanos. No hay más remedio que ceder.
En EEUU, la amenaza de las revoluciones obreras europeas es tamizada por el océano atlántico y los propósitos de Estado de Roosevelt (que envueltos en una causa común de país, más que como lucha de clases) provocan que la acentuación social americana no logre equipararse a las valiosas conquistas continentales. Sanidad universal, unas relaciones laborales a la Europea, o pensiones del régimen general, no fueron nunca contempladas allí. Pero la debacle comunista se confirma y el Muro cae en Europa. Sin enemigo ni amenaza que desafíe al capitalismo, es el momento de eliminar todas aquellas concesiones con las que hubo que transigir. Se trata de la vuelta a la nada. Del regreso al feudalismo y al orden natural que nunca se debió perder. Se busca sencillamente estrangular toda la conquista de derechos adquirida por el hombre a sangre y fuego durante los últimos 200 años. En apenas 20 han recorrido la mitad del camino y ya van para bingo.
El premio Nobel Joseph Stiglitz escribió hace unos meses, un artículo de marcada resonancia en Vanity Fair, «Del 1%, por el 1%, para el 1%». En él Stiglitz explica cómo el egoísmo inteligente empieza también por saber preservar el bien general. Si las elites son astutas, la manera de seguir garantizando su dominio y privilegios, es seguir haciendo «soportable» la vida del 99% restante. Por el contrario, el neoliberalismo parece haber instaurado como un siniestro Robin Hood, el derecho a robarle al pobre para dárselo al rico. Y es que hay quien no comprende que la indignación no deja de ser aún, con toda su gravedad, un estado de humor; la antesala previa a la desolación. ¿Qué ocurrirá cuando las muchedumbres no se conformen con rodear parlamentos? ¿Cuando los más desesperados, busquen amparo en las algaradas con el fin de llevarse algo que comer? En palabras de Stiglitz, el entendimiento por parte del 1% de que su destino está inevitablemente ligado al de cómo viva el 99% restante, es algo que desgraciadamente, han demostrado siempre comprender demasiado tarde.