Sin marcha atrás, con esperanza
Los accidentes cerebrovasculares (ictus) son la tercera causa de muerte a nivel mundial y una de las principales causas de discapacidad. Ello, unido al importante impacto financiero que supone esta patología ha llevado a los distintos sistemas sanitarios a desarrollar planes y estrategias específicas para tratar. La mayor parte de los recursos planificados suelen destinarse a la asistencia del evento agudo. Este momento delicado, peligroso y crítico para el pronóstico del paciente, apenas supone un suspiro en relación al resto de su nueva vida, en la que las secuelas desempeñan un papel determinante.
Podemos observar una lesión cerebral desde muchos ángulos: el asistencial, que pretende proporcionar el mejor tratamiento posible al paciente con un ictus, y obtener los mejores resultados. El preventivista, que entiende que el mejor daño cerebral es el que nunca se produjo: el tabaquismo, la diabetes mellitus, la hipertensión o la hipercolesterolemia dañan nuestras arterias cerebrales y nos hacen más vulnerables a sufrir un ictus. Pero sin duda, el más olvidado, y el más crudo, es el punto de vista del paciente: “Estaba bien, y después de estar un mes – o dos, o cinco- en el hospital, me quedé como estoy. Para siempre”. Ya no hay marcha atrás, ya no hay prevención posible, ni eficiencia; solo secuelas y discapacidad.
Asistir a un enfermo con un daño cerebral requiere algo más que resonancias magnéticas o protocolos de papel satinado. Hay que saber meterse en su piel para entender la desesperación, la angustia, la impotencia. La lesión cerebral nos quita algo más que nuestra movilidad, o la capacidad para hablar con fluidez. Nos hace vulnerables, dependientes, diferentes. Nos impide entender, o memorizar, o disfrutar de la música, o ver u oír.
Nos dificulta nuestras relaciones sexuales, o castiga nuestra capacidad mental. Nos incapacita para seguir ganándonos la vida como solíamos, o empeora nuestra situación económica por los costes de los tratamientos o los desplazamientos. Nos convierte en blanco de miradas furtivas y sonrisas forzadas, y nos hace emanar una suerte de efluvio venenoso que “ocupa” de repente a todos nuestros amigos (“a ver si tenemos tiempo un día, y nos vemos”). Nos roba nuestra vida tal y como la conocíamos, y puede llegar a convertirnos en muertos vivientes.
El paciente descubre que nada volverá a ser como antes. Se espacian las pruebas diagnósticas, se suavizan los tratamientos, y comienza a conocer a otros profesionales, diferentes, que le enseñarán a moverse con una pierna con la fuerza de un niño, o a abrocharse la camisa con una mano de gelatina. Es un momento duro, un juicio sumario a toda una vida en el que el fiscal más cruel es el propio enfermo. Nuestra labor es abogar por su inocencia, y devolverlo a un estado de ánimo que le permita afrontar el difícil y exigente proceso de rehabilitación. Es necesario que seamos diligentes para detectar los primeros indicios de hundimiento, y desmontar uno a uno los argumentos desproporcionados y falaces, hasta que quede un juicio sensato sobre la realidad: áspera, pero ponderada y veraz.
Una vez estabilizado el proceso, las esperanzas de recuperación dependerán del tratamiento rehabilitador. La OMS aconseja un abordaje comunitario para la rehabilitación (Community-Based Rehabilitation, CBR) basado en cinco pilares: la asistencia sanitaria (prevención, promoción, asistencia y rehabilitación), la educación (y re-educación) del paciente, su nuevo estilo de vida (trabajo, protección social, desarrollo de habilidades), su posición en la sociedad (derechos, justicia, aspectos lúdicos), y el empoderamiento de los enfermos con discapacidad (política, participativa, asociacionismo…). Este planteamiento supera lo meramente asistencial y enriquece nuestra comprensión de la discapacidad, al evaluar a los pacientes en todas sus necesidades. Además, reivindica la responsabilidad del conjunto de la sociedad en el proceso de recuperación y reinserción del enfermo discapacitado, y el derecho de éste a continuar formando parte activa y plena de la comunidad.
La compasión sin acción no servirá de nada al paciente con un ictus. Conversar un rato con nuestro paciente puede ser mucho más clarificador que tres montañas de informes diagnósticos para comprender la verdadera magnitud del problema que padece, y descubrir los daños colaterales que puedan tener solución y que limiten su vida tanto o más que la patología causal. Facilitarle una visión general le permitirá encajar su nueva condición fisiológica en el conjunto de su vida, y ponderar adecuadamente el impacto real de su discapacidad.
Seamos humanos. Ayudémosles a levantar la mirada de su mano caída.
Teodoro Martínez Arán
Médico, especialista en pediatría