Economía

Avanzando en un cooperativismo agroecológico

Frente a un modelo de consumo y producción agrícola capitalista que nos conduce a una crisis alimentaria, climática, y del campo sin precedentes, se anteponen otras prácticas desde abajo y a la izquierda en la producción agrícola, la distribución y el consumo. Se trata de experiencias que buscan establecer una relación directa entre el productor y el consumidor, a partir de unas relaciones solidarias, de confianza, cooperativas, locales, planteando alternativas viables al sistema actual.

 

El número de estas iniciativas, en todo el mundo, se ha multiplicado de forma exponencial en los últimos tiempos. En muchos países de América Latina, Europa, Asia, América del Norte… encontramos cada vez más iniciativas que ponen en contacto cooperativas de productores con grupos de consumidores, que organizan modelos alternativos de distribución de alimentos, que apuestan por “otro consumo”, que establecen relaciones directas y solidarias entre el campo y la ciudad o que reconvierten terrenos abandonados en las grandes urbes en huertas urbanas para el autoconsumo y/o la distribución local.

 

En los países del Sur, el hundimiento del campo a lo largo de las últimas décadas, como resultado de las políticas neoliberales, intensificó la migración campo-ciudad, provocando un proceso de “descampesinización”[2]. En las últimas décadas esta dinámica, en muchos países, no tomó la forma de un proceso clásico, donde los excampesinos iban a las ciudades a trabajar en fábricas en el marco de un proceso de industrialización, sino que se produjo, lo que Davis[3] llama, una “urbanización desconectada de la industrialización”, donde los excampesinos empujados a las ciudades pasaron a engrosar sus periferias viviendo muchos de la economía informal y configurando un “proletariado informal”. En Brasil, por ejemplo, se pasó del 31% de la población viviendo en las grandes ciudades en 1940 al 81% en la actualidad[4]. Estos procesos explicarían la creación de nuevos mecanismos de producción y distribución de comida en las metrópolis del Sur global frente al abandono del campo.

 

Ante la crisis del modelo agroalimentario actual, varios estudios demuestran como la producción campesina a pequeña escala es altamente productiva y capaz de alimentar a la población mundial. La investigación llevada a cabo por la Universidad de Michigan[5],  en 2007, que comparaba la producción agrícola convencional con la agroecológica, lo dejaba bien claro. Sus conclusiones apuntaban, incluso las estimaciones más conservadoras, que la agricultura orgánica podía proveer  al menos tanta comida de media como la que se produce en la actualidad, aunque sus investigadores consideraban, como estimación más realista, que la agricultura ecológica podía aumentar la producción global de comida hasta un 50%.

 

De este modo, surgen experiencias que demuestran que es posible otra manera de trabajar la tierra, producir alimentos y comercializarlos. Cada uno de estos modelos se adapta a las necesidades de sus miembros y a su entorno. Las iniciativas que existen en Brasil, por ejemplo, distan de otras que se llevan a cabo en Francia y éstas a la vez de las que se impulsan en Estados Unidos. Pero a pesar de estas diferencias existe un denominador común: solidaridad productor-consumidor, cooperativismo y auto-organización.

 

En Brasil existen actualmente veintidós mil Emprendimientos Económicos Solidarios que incorporan a las personas excluidas del mercado de trabajo, un 48% de los cuales se encuentran en el ámbito rural y están formados por asociaciones de pequeños productores. Actualmente, éstos ocupan más de un millón setecientas mil personas en el marco del movimiento de la economía solidaria[6], insertándose, una parte, en el conjunto de las alternativas al actual modelo de producción, distribución, comercio y consumo.

 

En Cuba, los huertos urbanos agroecológicos son una de las experiencias de producción agrícola más exitosas. Un modelo que se puso en marcha como respuesta a la crisis agrícola que vivía la isla en los 90 después del hundimiento de la URSS, cuando ésta tenía que importar el 50% de los alimentos necesarios para su consumo como consecuencia de un modelo agrícola que había convertido al país en exportador de mercancías de lujo e importador de alimentos para sus habitantes. El plan de choque de principios de los 90, consistente en invertir en agricultura urbana (plantando en la ciudad, a parte del campo, y reduciendo el uso del transporte, la refrigeración y otros recursos), tuvo más éxito de lo previsto. A finales de los 90, existían, en La Habana, más de ocho mil granjas y huertos urbanos donde trabajaban unas treinta mil personas. Un modelo que se multiplicó por toda la isla con una producción en aumento del 250% al 350%[7].

 

En Francia, se han desarrollado redes de solidaridad entre productores y consumidores a través de las AMAP (Association pour le Maintien de l’Agriculture Paysanne). Una experiencia que parte de un “contrato solidario” entre un grupo de consumidores y un campesino local agroecológico, en base el cual los primeros pagan por adelantado el total de su consumo por un período determinado y el campesino les provee semanalmente de los productos de su huerta. Desde la creación de la primera AMAP, en 2001, éstas se han multiplicado por todo el país llegando a sumar 750 AMAP, quienes suministran a unas treinta mil familias[8].

 

En otros países de Europa, experiencias como las de las AMAP se remontan a los años 60, cuando en Alemania, Austria o Suiza se empezaron a desarrollar iniciativas similares como respuesta a la creciente industrialización de la agricultura. En Gran Bretaña, estas iniciativas empezaron a funcionar en los años 90 con el nombre de CSA (Community-Supported Agriculture) o Vegetable box scheme y a principios del 2007 existían unas 600 iniciativas de este tipo[9].

 

 

En el Estado español, los primeros grupos de consumo surgieron a finales de los 80 y principios de los 90, pero no fue hasta mediados de los años 2000 que éstos tuvieron un crecimiento importante. En cifras totales, se trata de experiencias que suman a un número reducido de personas, pero su tendencia va en aumento, mostrando una creciente preocupación por el actual modelo agroalimentario y la voluntad de llevar a cabo un consumo que sea solidario con el campo, con criterios sociales y medioambientales.

 

A pesar de compartir unos criterios comunes existe una gran variedad de modelos organizativos, de relación con el campesino, de formato de compra, etc. Algunos integran en su seno a consumidores y a productores y otros sólo están formados por consumidores. Hay algunos modelos donde el consumidor puede escoger aquellos productos de temporada que desee y otros que perciben cada semana una cesta cerrada con frutas y verduras de la huerta. La mayor parte de experiencias funcionan a partir del trabajo voluntario de sus miembros, aunque hay algunos iniciativas profesionalizadas que incluyen también venta en tienda.

 

La multiplicación de estas experiencias plantea una serie de oportunidades para desarrollar otro modelo de consumo desde lo local, recuperando nuestro derecho a decidir sobre cómo, cuando y quién produce aquello que comemos. El gran reto es cómo llegar a más gente, hacer estas experiencias viables, mantener unos principios de ruptura con el actual modelo agroindustrial, seguir vinculadas a una producción y a un consumo local y rechazar los intentos de cooptación y el marketing verde.

 

Las cooperativas y los grupos de consumo tienen que aliarse con otros actores sociales (campesinos, trabajadores, mujeres, ecologistas, ganaderos, pescadores…) para cambiar este modelo agroalimentario, pero a la vez deben de ir más allá y participar en espacios amplios de acción y debate para conseguir un cambio global de paradigma. Estas iniciativas no deben de quedarse sólo en el discurso de la alternativa concreta, a pequeña escala, sino insertarse dentro de una estrategia general de transformación social.

 

La lógica capitalista que impera en el actual modelo agrícola y alimentario es la misma que afecta a otros ámbitos de nuestras vidas. Cambiar este sistema agroalimentario implica un cambio radical de paradigma y la crisis múltiple del capitalismo en la que estamos inmersos lo pone claramente de manifiesto.

 

 

 



[1] Esther Vivas es miembro del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales (CEMS) de la Universidad Pompeu Fabra y coautora de Del campo al plato. Barcelona: Icaria ed., 2009; Supermercados, no gracias. Barcelona: Icaria ed., 2007; ¿Adónde va el comercio justo? Barcelona: Icaria ed., 2006, entre otros. Más información: http://www.esthervivas.wordpress.com

[2] Bello, W (2009). The Food Wars. Londres. Verso.

[3] Davis, M. (2006) Planet of slums. Londres. Verso.

[4] Marques, P. (2009) La dimensión sociopolítica del movimiento de la Economía Solidaria en Brasil: Un estudio del Foro Brasileño de Economía Solidaria, Universidad de Granada.

[5] Chappell, M.J. (2007) Shattering myths: Can sustainable agriculture feed the world? en: http://www.foodfirst.org/node/1778

[6] Ibid.

[7] Murphy, C. (2000) Cultivating Havana: Urban agriculture and food security in the years of crisis en: http://www.foodfirst.org/pubs/devreps/dr12.pdf

[8] Para más información sobre les AMAP ver: López García, D. (2006) AMAPs: contratos locales entre agricultores y consumidores en Francia en: http://bah.ourproject.org/article.php3?id_article=86

[9] Para obtener más información sobre estas experiencias en Gran Bretaña ver: Soil Association, (2005) Cultivating communities farming at your fingertips en: http://www.soilassociation.org

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.