Puse los dos libros sobre nuestra mesa entre los vasos, las servilletas usadas y el periódico del día. La cafetería estaba medio llena; había dos señoras en la mesa de al lado que hablaban bajito, como si se contaran secretos inconfesables. Las mesas cercanas a la entrada estaban ocupadas por un variopinto público: estudiantes, parejas con hijos, un grupo de amigas (muy guapas, por cierto). Con los libros sobre la mesa, los tertulianos los cogieron y observaron con minuciosidad, como si se tratasen de unas pruebas de laboratorio y ellos, como científicos, trataban de descubrir que se yo qué misterio. A uno de los autores lo reconocieron enseguida: «Ah, el crítico…». Al otro no lo conocían: «¿Quién es?». Tuve que contarles acerca de él. El otro no necesitaba presentación.
La charla continuó y terminó animada. Sin embargo durante la primera mitad, antes de la llegada de J. estaba un poco densa; hablábamos sobre los asuntos externos de la literatura, como las distribuidoras, las pequeñas y grandes librerías y demás logísticas. Esos temas, hasta cierto punto, son interesantes y necesarios de comentar, pero ante la obviedad quizá hubiéramos comentado otros asuntos más cercanos al núcleo de la literatura. De todas formas para ser la primera vez que me unía a esa tertulia estaba bien, supongo. Lo peor hubiera sido uno de esos silencios mortales que necesitan de un hacha de leñador para romper el hielo. Afortunadamente no fue así. Y, como dije, cuando llegó J. la tertulia se animó.
Fui a casa andando. Oviedo, aunque tiene muchas cuestas, es una ciudad para caminar. Siempre hay gente en la calle, excepto los domingos, y está lleno de comercios. Es lo que tienen las capitales de provincia. La semana pasada, que iba en autobús a Avilés, pensaba en la otra ciudad en la que viví hasta hace unos meses: Gijón. Y me preguntaba qué ciudad es más bonita. Mi respuesta fue que no hubo respuesta para esa interrogante, o a lo mejor sí. Pensé y pienso que son ciudades diferentes; una con un hermoso mar y la otra es más señorial. Gijón siempre estará en mi corazón. La playa San Lorenzo que baña su costa es preciosa. He vivido muchas cosas en Gijón. Sus otras playas como la de El Arbeyal, Poniente y El Rinconín, también tienen un lugar especial en mi memoria, pero en San Lorenzo hubo algo más. Lo bueno es que tengo a Gijón bastante cerca y en cualquier momento de nostalgia o de simple divertimento puedo volver. Entre Oviedo y Gijón hay solo veinte minutos en tren o autobús. Están tan cerca que parece que son una sola ciudad.
También, entre El Rinconín y la playa de La Ñora, hay otras playas; creo que son dos o tres, pero que nunca fui. La playa de La Ñora es la última playa hacia el Este de Gijón (se puede llegar andando por un camino con una vistas espectaculares al mar, en una hora y media o dos). Más allá de ella está el concejo de Villaviciosa.
Otra de las cosas entrañables de Gijón es el río Piles y sus alrededores: los barrios de La Guía y La Arena. También el pintoresco barrio de Cimadevilla. Hace muchos años fue un barrio de pescadores, pero hoy es el barrio de copas por excelencia de Gijón, en el que también se puede comer muy bien. Cimadevilla, quizá, es el barrio más gijonés o más asturiano de la ciudad. Se pueden encontrar ahí las bebidas y gastronomía típicas de Asturias, como la sidra y el cachopo, entre otras muchísimas variedades.
En Cimadevilla se encuentran también las Termas Romanas. Creo que son las únicas construcciones romanas que en mejores condiciones se mantienen en el norte de España. Es posible que en tiempos del Imperio Gijón haya sido un lugar estratégico, porque si los romanos construyeron unas termas es que había un núcleo importante en el que se asentaron para dominar este y los demás territorios aledaños.
Esta historia continuará, porque hay muchas cosas más por contar.
*Fotografías de Oviedo y Gijón.