Gonzalo sólo conocía el mar desde su primer año en la isla de Mallorca. Pero no podía oírlo. Caminaba de la mano de sus padres o lo llevaba en barco su abuelo. Todavía no le habían hecho el implante coclear ni recibido las maravillosas clases de su logopeda, acompañadas de la complicidad de la familia.
Tendría casi tres años cuando sus padres lo trajeron a Galicia, a pasar unos días con sus abuelos en Playa América, antes de volver a Palma.
Un día, cuando se aproximaba la puesta de sol, le dije a su padre: “Vamos a bajarlo a la playa para que descubra la mar”. “Pero si ya la ha visto en Palma”, respondió mi hijo. Me puse en pie y caminamos los tres llevando de la mano al zagal rubio y de ojos azules, como la misma mar y como el mismo cielo.
“Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando”, cuenta Eduardo Galeano.
Cuando el niño, su padre y su abuelo lograron caminar descalzos sobre la arena, se hizo un silencio etéreo, más envolvente y profundo mientras Gonzalo se afirmaba en la seguridad de nuestras manos, como si se preparase una conmoción telúrica. Á‰l no sabía qué era, pero desde el aprendizaje de los sonidos nuevos, sintió algo enorme e inefable.
Entonces, “la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura”.
Desde su pequeña estatura alzó los ojos hacia su padre y hacia su abuelo mirándonos alternativamente para comprobar que ese rumor de las aguas y de la arena, que ese brillo del sol poniente sobre un mar sereno e inmenso… no era un sueño.
“Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
– “¡Ayúdame a mirar!”
Y esa es la bendita tarea de los padres con sus hijos, de los abuelos con sus nietos, de los maestros con sus discípulos, de los escritores con sus lectores ¡Ayudar a mirar!
José Carlos García Fajardo