Bahréin, el más pequeño de los estados del Golfo Pérsico, tiene un gran interés estratégico para Estados Unidos, que tiene allí la base de la Quinta Flota de su Marina, desde donde controla la región. El miedo a que las revoluciones acaben con la estabilidad que hasta ahora mantenían gracias al silencio y la complicidad internacional. Se les vendía armas a los gobiernos, se aseguraba el suministro energético y se jugaba a los cochecitos de Fórmula 1, hasta que las represiones sangrientas llevaron al Presidente Obama a reaccionar e invitar al régimen a contenerse y respetar los derechos de la población.
Los manifestantes de la plaza de la Perla de Manama, en Bahréin, comparten algo fundamental con los tunecinos, egipcios o yemeníes. Más allá de las diferencias internas entre suníes y chiíes, o de las características estructurales que distinguen a este archipiélago del Golfo Pérsico de los países del Norte de África, los protagonistas de las revueltas buscan el cambio. Ellos también quieren reformas, libertad, participación. Pero Bahréin no es Túnez ni Egipto.
La población del país no alcanza el millón de personas. La mitad son extranjeros, en su mayoría inmigrantes africanos y asiáticos con unas precarias condiciones laborales. El PIB per cápita de Bahréin (34.200 dólares) es muy superior al de los países que acaban de ver caer a sus dictadores, aunque las diferencias económicas entre clases sociales son notables. El negocio del petróleo y el gas, o las actividades bancarias enriquecen a una pequeña parte de la población. El número de millonarios ha aumentado en los últimos años gracias a la eliminación de barreras económicas y comerciales mientras las clases medias se empobrecían, lo que ha contribuido en gran medida a aumentar las tensiones sociales que ahora se reflejan en manifestaciones y revueltas.
Bahréin comparte con los países árabes la falta de una verdadera democracia y la complicidad con que hasta ahora el resto del mundo ha tratado a estos regímenes. La monarquía de Hamad bin Isa al Jalifa sostiene un gobierno dirigido por la familia real. El Primer Ministro y tío del Rey, Jalifa Bin Salman al Jalifa, lleva en el cargo desde 1971, lo que le convierte en el Jefe de Gobierno más veterano del mundo. Los principales cargos de gobierno están ocupados por miembros de la familia Al Jalifa. La Constitución permite al Rey nombrar a los 40 miembros de la Asamblea Consultiva, que tiene la última palabra sobre las decisiones del Parlamento, y designar a los jueces y comandantes de las fuerzas armadas, además de otra serie de prebendas basadas en un legado histórico que considera a los Al Jalifa creadores y conquistadores del país. La falta de representación democrática tiene su reflejo en un poder político que margina a la comunidad chií, mayoritaria en el país, tanto en cuestiones religiosas, como educativas y políticas. El Secretario General de la Asociación de Derechos Humanos de Bahréin, Abdallah al-Drazi, aseguraba que “es el propio gobierno el que está fomentando el comunitarismo por medio de sus continuas acusaciones a la asociación Al-Wifaq (principal bloque de oposición chií) de crear vínculos con Irán”. Pese a todo, los participantes en las protestas de Manama, capital del país, quieren dejar claro que sus reivindicaciones van por otro lado, que lo que buscan es democracia. “Ni chiíes, ni suníes, somos bahreiníes” era el lema que portaban varios de los carteles de los manifestantes en los últimos días.
Lo que comenzó como una represión brutal e indiscriminada contra el propio pueblo, con la mano amiga saudí detrás, pretende ahora convertirse en diálogo. Tarde. La población responde a la falta de soluciones de un gobierno excluyente. Los defensores de los derechos humanos del país denuncian desde hace años los abusos de las autoridades, la falta de derechos civiles y políticos, la ausencia de libertades de asociación y expresión. En un país que ha ratificado varios tratados internacionales de derechos humanos, muchos de estos activistas fueron encarcelados. Ahora el régimen pretende resarcirse con su liberación. Pero en la plaza de la Perla sólo se escucha «Abajo los Al Jalifa». Es la voz de quienes se sumaron a la ola, conscientes de la injusticia, y nos enseñaron una lección.
Leticia Roncero Portas
Periodista