El famoso general Nobunaga había comprendido que tenía que atacar al ejército enemigo, a pesar de estar en clara desventaja.
Sus tropas estaban agotadas pero, ante él, se encontraba el camino que llevaba a la gloria y, detrás, la humillación del desastre. Un mensajero secreto le había comunicado que los aliados de ayer se habían alzado en armas contra sus libertadores.
– Tu hermano, a quien dejaste al frente de la guarnición que había de administrar la paz y ayudar al pueblo liberado, pereció asesinado mientras dormía. Los jefes rebeldes, a quienes perdonaste la vida y de quienes recibiste el juramento de fidelidad, aguardan tu retirada en orden de batalla, porque confían en que tus tropas cansadas no quieran batallar contra el enemigo que tienes enfrente.
Nobunaga estaba seguro de que podría acabar con el asedio a que tenían sometida a la ciudad, pero sus tropas desconfiaban de la victoria. Una vez liberada la ciudad, la paz reinaría en todo el país.
A lo lejos, percibió un santuario y dijo a su Estado Mayor:
– Voy a recogerme en silencio y pediré ayuda al Cielo. A la salida, echaré una moneda al aire; si sale cara, venceremos; si sale cruz, perderemos. Estamos en las manos del destino. Que la tropa descanse, dadle doble ración de comida y también el vino que reservábamos para celebrar las victorias. Vosotros velad y consultad los mapas, estudiad el terreno y presentadme las posibles estrategias, después de haber analizado los informes de los espías enviados al campamento enemigo.
Entró en el monasterio, se desnudó y tomó el baño ritual, vistió la túnica que le tendieron los monjes y calzó las sandalias de paja que depositó en el umbral del templo.
Se postró ante el altar en donde el incienso y las velas proclamaban la compasión del Buda. Saludó con una profunda inclinación al Abad y con dos sucesivas a la comunidad que se mantenía en pie, a derecha e izquierda.
Después, caminó firme hacia el cojín cuadrado que le indicó el prior con su kiosaku de avellano y se sentó sobre el zafu con toda dignidad. Los monjes se postraron al sonido del gong y tomaron asiento en zazén. Pasó el tiempo prescrito, hicieron kinin desplazándose suavemente sobre el suelo reluciente a la luz de los velones. Volvieron a sentarse y, al alba, escuchados los golpes de madera con el hara que enseñoreaba su abdomen, volvió a saludar a la comunidad. Fortalecido su ánimo, vistió el uniforme de general que habían hecho relucir los jóvenes novicios invadidos por una cierta melancolía. Tomó un cuenco de cereales y bebió té con manteca y miel.
Cuando salió al pórtico del templo, el sol hizo refulgir su rostro y el viento ondear su negra cabellera mientras arrojaba una moneda al aire ante las tropas expectantes en formación. Salió cara y el clamor se extendió como una enorme oleada de moral por todas las compañías.
El grito brotó al unísono del abdomen de cada soldado, de cada oficial y de los generales. Como una marea, movida por un ki de energía irresistible, se lanzaron contra el enemigo al que derrotaron en una contienda memorable.
Después de la victoria, el ayuda de campo del general le dijo, mientras lo acompañaba hasta el templo para que el general hiciera la ofrenda establecida:
– Nada puede cambiar el destino, General. Esta inesperada victoria es la mejor prueba de ello.
– ¿Quién sabe? – respondió enigmático el general mientras subía las escaleras del templo y daba vueltas entre sus dedos a una moneda de plata trucada, que tenía cara en ambos lados- ¡Cumplamos ahora nuestros deberes con el Cielo!
J. C. Gª Fajardo