Inesperada, intempestiva, no anunciada así se presenta la indignación. Lo hemos visto en Túnez, Egipto, Islandia, Estado español, más recientemente en Turquía y ahora en Brasil. La estela indignada llega, de este modo, en dos países geopolíticamente claves. Si hace unas semanas la Primavera Turca sorprendía a propios y a extraños, hoy se repite la historia con el estallido social brasileño.
El ciclo de protesta inaugurado con las revueltas en el mundo árabe sigue abierto. Y a pesar de que todos estos procesos de cambio, de emergencia del malestar de los de abajo, comparten elementos en común, no son ni copia ni calco. Cada un de ellos responde a sus propias particularidades, contextos, experiencias… y así escribirán su historia. Sin embargo, es innegable una dinámica de contaminación mutua, y más en un mundo globalizado, fuertemente conectado y con el papel clave, y potenciador, de las redes sociales y los medios de comunicación.
La indignación expresada estos días en Brasil significa su entrada en el continente latinoamericano, referente de las luchas sociales recientes contra el neoliberalismo y el imperialismo. Aunque las masivas protestas estudiantiles en Chile, en 2011, ya señalaban el hartazgo de la juventud con una clase política supeditada a los intereses de los mercados. La actual protesta brasileña, pero, con todas sus particularidades, reproduce, y a la vez reinventa, discursos, uso de herramientas 2.0, actores… del ciclo de protesta indignado global.
Los jóvenes de las grandes ciudades, olvidados de la política en las altas esferas, son una vez más quienes encabezan la lucha. Mayoritariamente no organizados, expresan, muchos de ellos, por vez primera su descontento tomando las calles, ocupando el espacio público y haciendo oír su voz. Lo que empezó como una protesta contra el aumento abusivo de las tarifas del transporte público, en uno de los países con las tasas más altas en comparación con los ingresos populares, ha derivado en una movilización ciudadana sin precedentes, la más importante en la historia reciente del país.
La corrupción, la desigualdad, los pésimos servicios públicos, los grandes eventos «escaparte» y las infraestructuras faraónicas que vacían las arcas del Estado… son sólo algunas de las causas. Así como el disgusto con una clase política que blinda las prácticas corruptas, sorda e indiferente a las demandas sociales, con banqueros y tecnócratas adictos a la usura y al robo, conservadores religiosos en el poder que dictan leyes para «curar homosexuales», en una cruzada contra las libertades sexuales y reproductivas, y latifundistas asesinos de pueblos indígenas y ecologistas. Descontento latente que, finalmente, explota.
Ante tal movilización social, las autoridades de decenas de ciudades, entre ellas Río de Janeiro y SÁ£o Paulo, retiraron la subida de tarifas. La respuesta oficial, pero, llegaba tarde. Como antes en Sidi Bouzid (Túnez) o Taksim (Turquía), la mecha ya había prendido. Lo que empezó como una expresión de rabia ante una injusticia conectó con un malestar mucho más profundo. Y el miedo empezó a cambiar de lado. La indignación, se ha demostrado, es patrimonio de la humanidad. Ahora le toca a Brasil. ¿Quién será el siguiente?