Muchas veces lo he dicho, lo digo ahora y seguiré diciéndolo: el Tao Te King, obra de aluvión (aunque brevísima. Sólo hay en ella ochenta y un concisos poemas sapienciales) atribuida al legendario Laotsé y, simultáneamente, hontanar y cauce de una de las dos mayores corrientes filosóficas de la cultura china, es el libro más importante que he leído. El que más me ha marcado. El que una y otra vez consulto, junto al I Ching, que le es consubstancial, en los momentos difíciles o dubitativos de mi vida. El que siempre llevo en mis viajes. El que desde hace muchos años está permanentemente -no es el único- en la cabecera de mi cama. El que ahora veo, al alcance de mi mano, desde la mesa en la que escribo.
Si Dios -o el Tao- me obligase, en el fragor de la batalla del fin del mundo, a rescatar un solo libro de la historia universal, elegiría el que más arriba he mencionado.
Si mi biblioteca ardiese, correría, ante todo, hacia él y lo pondría a salvo.
Si tuviera que pasar el resto de mis días en una isla desierta o en el fondo de una mazmorra y sólo se me permitiese poseer un objeto, escogería la mejor traducción disponible del Tao Te King.
No es fácil hablar de lo que esa obra contiene, ni de lo que sus aforismos proponen, ni de la persona que, según se cree, lo escribió.
Nada, en realidad, sabemos de Laotsé, porque lo poco, poquísimo, que de él se cuenta es metáfora, alegoría o leyenda sin un solo dato cierto en que apoyarse. Lo mismo sucede, por lo demás, en lo concerniente a muchos otros maestros de espiritualidad, grandes profetas y supuestos fundadores de religiones: Buda, Zoroasta, Mitra, Quetzalcoátl, el propio Jesús, cuya existencia real -carnal- ha suscitado continuas y razonables dudas. Verificar lo que en la hagiografía de tan míticos personajes pueda ser históricamente cierto es tarea casi imposible. Sus vidas son construcciones elaboradas a posteriori -a veces mucho tiempo después de que murieran, si es que de verdad vivieron- por sus discípulos, seguidores, evangelistas y hagiógrafos. Lo que en tales dioses de las mil caras -así los llamó el mitólogo Joseph Campbell- importa no es la biografía, sino la enseñanza.
¿Y qué nos enseña el Tao -palabra o concepto que significa camino, virtud y fuerza– y que se define más por lo que no es que por lo que es? Me rasco, perplejo, la cabeza, del mismo modo en que lo hacen, o lo han hecho, cuantos intentan, o han intentado, vanamente, responder a esa pregunta. Encerrar el Tao en una definición equivale a contradecir la esencia de su doctrina: sólo hablan los que no saben, asegura ésta, y los que saben no hablan.
Pensamiento, pues, paradójico, como el de los koan del zen y las aporías del Arquero y la Flecha o Aquiles y la Tortuga, llevado al límite. Las palabras veraces –dice un fragmento del Tao Te King- no son floridas; las palabras floridas no son veraces. Y, haciendo hincapié en lo mismo, añade: el hombre bondadoso no discute, y quien discute no es bondadoso; el sabio no es erudito y el erudito no es sabio.
De modo que… Métase el lector en mis zapatos -los de una persona a la que le gustaría ser bondadoso y sabio- y dígame lo que él, si tuviese que escribir sobre el taoísmo, haría.
Seguro es, en todo caso, que ese mismo lector ha visto ya muchas veces en su vida el diagrama del yin y yang, consistente en una esfera dividida en dos partes simétricas por una línea sinusoidal. Pues bien: nada explica mejor que eso la visión y versión taoísta del mundo y de su realidad fenomenológica. Todo lo existente participa, según Laotsé, de dos principios opuestos, que no son contrarios, sino complementarios, ni sucesivos, sino simultáneos.
El yin -lo femenino- será fértil, húmedo, umbrío, cóncavo, sentimental e intenso, mientras el yang –lo masculino- es árido, seco, soleado, convexo, intelectual y extenso. Lo uno no existe sin lo otro, lo uno hace posible a lo otro, por lo uno se define lo otro.
En el principio no fue, como quiere la Biblia, el Verbo, sino el Vacío: el Wu-Wei. Sin éste no tendríamos a disposición de nuestros sentidos, que continuamente nos engañan, una realidad llena de cosas.
Y éstas, al no ser sucesivas, suceden, pero no se suceden. El tiempo no existe. Sólo existe el Tao. Quien no fluye con él, abandonándose al curso de lo espontáneo, no vive.
Fluir: he ahí el secreto. No actuar, no buscar nada, no oponerse a nada, carecer de objetivos, ser natural, tomarse la vida como viene, pues no hay mal que por bien no venga ni bien que por mal no llegue.
Ser, en definitiva como el agua, la Gran Maestra, que todo lo vence, porque a todo se adapta.
El mundo occidental, el mundo judeocristiano, el mundo moderno, nos dice: actúa, lucha, muévete. El Tao sostiene lo contrario: quédate quieto, calla, fluye… Todo, entonces, se arreglará por sí mismo, llegarás adónde tienes que llegar y serás feliz.
Decía Manuel Machado: mi voluntad se ha muerto una noche de luna / en la que era muy hermoso no pensar ni sentir. Y añadía su hermano Antonio, taoístas los dos sin saberlo: Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y quiere ser tu contrario.
Sé que todo esto resulta difícil de entender y de aceptar hoy, en nuestro mundo, si no eres, lector, chino, o incluso siéndolo, pero el Tao, en definitiva, no dice nada diferente, aunque lo diga con distintas palabras, a lo que expuso y propuso Jesús en su célebre y celebrado Sermón de la Montaña (que es, por cierto, de origen budista).
Buda, Jesús, Laotsé: sabiduría perenne.