Por José María Zufiaur
El aumento del desempleo y la persistencia de altas tasas de paro es, sin duda, la principal amenaza que pende sobre la recuperación económica. A nivel global y aún en mayor medida en España. El ahorro de las familias, preocupadas por el futuro, y el descenso del poder adquisitivo, bien por estar en paro y sin prestación de desempleo o porque los trabajadores se ven abocados a aceptar empleos menos remunerados, incide sobre el consumo y sobre la capacidad de recuperación económica.
La crisis ha puesto en evidencia, no obstante, que no todos los países se han visto afectados de igual manera por el desempleo. La tasa de paro de EEUU, por ejemplo, se ha más que duplicado en dos años, pasando del 4,6%, en 2007, al 9,8% en septiembre de 2009. El incremento es aún más acentuado en España o en Irlanda. Estos dos países europeos son los únicos de la UE en los que la caída del empleo es mucho mayor que la del PIB. En el nuestro, el empleo está cayendo alrededor de dos puntos por cada punto de contracción del PIB. En la mayor parte de la UE, sin embargo, el empleo cae algo menos de medio punto por cada punto de reducción del PIB.
Un caso paradigmático, al respecto, es el de Alemania, país en el que el paro no ha aumentado más que el 0,5%, hasta alcanzar un 7,6%; mientras que la reducción de la actividad alemana, en términos del PIB, ha sido muy superior a la estadounidense o la española.
Esta aparente paradoja tiene una clara explicación. Tanto en Estados Unidos como en Irlanda o en España es muy fácil para las empresas ajustar sus efectivos y, en consecuencia, han procedido a despedir masivamente a los trabajadores. En Alemania, por el contrario, ha primado el mantenimiento de los empleos, reduciendo para ello la duración del trabajo y recurriendo al paro parcial. Dos modelos, pues, diametralmente opuestos. En el caso del primer modelo, el precario, como el de Estados Unidos o España, el ajuste a la baja de la actividad se traduce en una disminución rápida del número de personas con empleo y tal modelo reposa en convertir a los trabajadores en la variable de ajuste de la crisis. Mientras que, por el contrario, en Alemania (y de una u otra manera en otros varios países europeos) el ajuste pasa por una reducción del número de horas trabajadas. Y su coste es repartido entre las empresas, los trabajadores y el Estado, siendo éste el que asume la mayor parte del mismo.
Esta es una medida que el diálogo social trata de incorporar en España a la respuesta frente a la crisis. Es verdad que la medida tendrá probablemente menor eficacia en nuestro país dado que se tomará con mucho retraso; que nuestro tejido productivo y el tamaño de nuestras empresas es menos propicio a la medida que el alemán; y que en Alemania es mucho más difícil despedir que en España. Pero no parece dudoso que, pese a todo, puede tener todavía una cierta eficacia en algunos sectores. Y, sobre todo, ponerlo en práctica implica un cambio de cultura. Un cambio de cultura en las relaciones laborales orientándolas hacia la flexibilidad interna (negociada) sobre la externa (facilidades de contratación y despido), que es la que ha primado en los últimos 25 años. Con los resultados que todos conocemos.
Es en esa línea en la que debería orientarse – además de en otras medidas referentes al acceso al crédito, al desarrollo del capital humano, a la promoción de empleo en servicios a la comunidad (claramente deficitario en España en relación con la UE), en el impulso de “empleos verdes”, en un plan de choque para asegurar empleo o formación a los jóvenes – el diálogo social en curso y el Pacto por el Empleo que, como primera medida, nuestro país necesita con urgencia.
El centro de ese diálogo y de ese pacto no debería centrarse, una vez más, en la flexibilidad externa del empleo. Esa es una vía tan manoseada que sólo ha conducido y sólo puede conducir a seguir haciendo del empleo un factor de volatilidad, de bajos salarios y de especialización en sectores de poco valor añadido. Por el contrario tendría que orientarse por el hilo conductor del gran desafío que tiene nuestro país: el aumento de la productividad y de la competitividad.
Flexibilidad externa ya tenemos mucha: el flujo de contratación – unos 17 millones de contratos cada año – es el más elevado de la UE; las tasas de despido (no sólo de los temporales: en los últimos años la extinción, es decir los despidos individuales de contratos indefinidos se han acercado hasta casi igualar el volumen de finalización de contratos temporales) son las terceras más elevadas – tras Dinamarca y Finlandia – de la UE; en rotación del empleo estamos a la cabeza, al mismo nivel que Dinamarca. Y en cuanto a las dificultades para el despido nos situamos (según Doing Business, del Banco Mundial) a la cola de la UE, sólo por encima de Irlanda, Bélgica y Dinamarca.
Lo que necesitamos es hacer lo que no hemos hecho durante 30 años, a la espera de la “verdadera” reforma laboral. Centrar el diálogo y el pacto – también mediante otro tipo de relaciones laborales y de empleo – en el incremento de la productividad. Y en los desafíos que plantea para el cambio del modelo productivo el desarrollo sostenible.
17 de diciembre de 2009