En el año 1.800 de nuestra era, la población humana mundial no alcanzaba los 1.000 millones de personas. A día de hoy, superamos la cifra de los 7.000 millones, y creciendo. Muchos miles de millones de personas en un planeta »globalizado» donde sólo una quinta parte de »los agraciados» podemos contarlo viviendo dentro de unos estándares satisfactorios de »bienestar» social y económico. Para el resto de la humanidad, no hay dinero que los pague, ni derechos que los ampare. »Es la economía, estúpido», que decía Bill Clinton, el de la felación becaria no remunerada y ex presidente de los EEUU.
Es la economía, y un algo más, lo que nos permite a una minoría de humanos vivir muy por encima de las posibilidades de la gran mayoría. Ese algo más es nuestra hipocresía a la hora de afrontar la realidad consistente en que para que nosotros podamos vivir bien, otros miles de millones de congéneres deben malvivir subyugados a nuestros intereses caprichosos de niños mal criados.
Si nosotros lo tenemos todo, y de todo nos quejamos, es porque al resto le impedimos ya no el tener, sino en muchas ocasiones incluso el ser.
Las sociedades occidentales necesitan de cantidades ingentes de recursos naturales para poder sostenerse dentro de esos estándares de despilfarro continuo en la que hemos convertido nuestra forma de vida, recursos que se detraen de la riqueza existente en lugares donde tales parámetros que favorezcan el crecimiento social no existen, porque sería contraproducente y contrario a nuestros intereses. El feudalismo del siglo XXI.
Se quejaba María Pili en la terraza de un bar porque había mucha gente pasando hambre en el mundo. Mientras, se quejaba así mismo de que su teléfono móvil de penúltima generación se le quedaba obsoleto y tenía que cambiarlo por otro… Se quejaba Manolito, a su lado, de que era un escándalo el precio de las tapas… Se quejaba el barista de la subida de precios de la bebida…
Nos quejamos todos de todo, menos los que no se pueden quejar por estar demasiado ocupados en morirse de hambre.
Nos quejamos mirando hacia otro lado, por nimiedades, porque nos »han quitado» un poco del exceso en el que vivimos.
Y lo hacemos sin reconocer que somos nosotros, con nuestra actitud, los que mantenemos engrasada la maquinaria del espolio planetario. Si en verdad quisiéramos cambiar la realidad imperante, y con ello facilitar el progreso allí donde sólo hay pobreza y carne de cañón, lo primero que tendríamos que hacer es recuperar el sentido de lo justo, entendido este como el no derecho a mirar hacia otro lado cuando se nos advierte de los problemas que ocasionan un consumo desaforado, basado en la producción en masa de artículos y alimentos a bajo precio en países donde no se respetan los más mínimos derechos humanos. Pero para ello debemos revisar nuestro concepto del »bienestar» social, que no puede sustentarse en la quimera de que todo el mundo puede vivir como nosotros, cuando sin esa ingente cantidad de población mundial, denigrada y explotada, no podríamos el resto vivir a su costa. La racionalidad consiste en este caso, en admitir que no podemos seguir planteando un mundo asimétrico donde la riqueza de unos pocos se consigue con el sufrimiento de la mayoría.
Nos equivocamos cuando pensamos que puede haber en exceso para todos, y además nos lo creemos. Alimentar y dotar de una vida como la nuestra a todos los habitantes del planeta es un imposible.
Para equilibrar la balanza, hasta conseguir una prudente equidad, necesitamos reconocer que debemos renunciar a parte de nuestra forma de vida, ajustando nuestras necesidades a la capacidad que tiene nuestro planeta y nosotros mismos a vivir con lo posible, sin restarle nada a los demás. Pero lo que ocurre es que para llegar a eso tendríamos que ser honestos, con nosotros mismos, y con los demás.
Es más fácil mirar hacia otro lado y, de cuando en vez, clamar por las desigualdades, como si nosotros no fuésemos desiguales por la parte alta de la pirámide. Será por eso que abrazamos sin darnos cuenta la doctrina del Gran Hermano de Orwell, que avanza entre nosotros irremediablemente. Somos nosotros los que renunciamos a nuestra libertad en aras de vivir en una sociedad facilona, con encaje de bolillos y demagogia a espuertas. Nos quejamos de que no nos dejan quejarnos, que ya es el colmo, pero eso sí, sin renunciar al exceso.
Bienvenidos a 1.984. El planeta ya es un estercolero de compartimentos estancos, donde el Gran Hermano vigila sigiloso para que no se mezclen los muertos con los fallecidos, los corderos con el rebaño. Lo escribió Orwell en su novela 1.984 y nosotros, obedientes, cumplimos con lo que se espera de nosotros. Continuará.