Disonancias, 15
En un país formado por varios latifundios, comenzaron a ir mal las cosas. Mejor dicho: comenzó a saberse que las cosas iban de mal en peor. Las trampas, los desmanes, las mentiras, los engrudos, el trinque, las tráfalas y el contubernio venían de tiempo atrás. Pero llegó un punto en que no pudo mantenerse más el simulacro y todo se desmoronó.
A la vista de la confiada –y en gran parte cegata– muchedumbre aparecieron las maniobras y los manejos de los poderosos. Los dueños de los latifundios se habían dejado llevar por la codicia y habían intoxicado a sus lacayos, los capataces que gobernaban el negocio. Á‰stos, a su vez, habían ido contagiando a buena parte de los trabajadores a su servicio, haciéndoles creer que eran tiempos de cerezas y vainilla.
Pero el tingladillo se fue hundiendo a velocidad de abismo y sin ninguna misericordia. Cumpliendo las leyes de la lógica, pilló debajo a los más descolocados, a los más débiles, a los más desfavorecidos de los trabajadores. Siempre había ocurrido lo mismo a lo largo de la Historia universal, pero los incautos florecen en todo tiempo como lechuguinos primaverales.
El desmoronamiento general desembocó en penurias de todo tipo. Faltó el trabajo, se disolvió la alegría, llegó a escasear el pan. Los capataces de los latifundios, bastante menos afectados que los trabajadores, salieron a la palestra tratando de explicar la situación. Al mismo tiempo defendían sus prebendas. Pero en los cuerpos se fraguaba el hambre y en los espíritus la ira. Comenzó un baile de dimes y diretes orquestado por los medios de comunicación al servicio de los poderosos. Los capataces se encargaban de poner la solfa a las canciones del descalabro. Subían a las tribunas y a los platós para explicar la desgracia y prometer lo imposible.
Los dueños de los latifundios, entre tanto, continuaban pastoreando sus movidas codiciosas sin dejar de aprovechar el río revuelto para llenar la cesta de la pesca. Tenían bien sujetos por el cuello y los bolsillos a los capataces, que sin ellos eran nada, eran nadies, exactamente nadies.
El fenómeno había ocurrido anteriormente en otros latifundios del planeta donde el plural excluyente de personas se dice nadies; así que nadies. Sin embargo –volviendo a nuestros inmensos latifundios–, aquellos nadies parecían haber aprendido nada. Enarbolaban unos unas siglas, otros otras, pero todos acudían al pesebre de los dueños. Unos y otros seguían mareando y magreando la perdiz, a falta de animales de mayor prosopopeya.
Entonces el cabreo de los pobres tomó temperatura. Hubo proclamas, convocatorias, gritos, amenazas, insultos, gresca, indignación. Se organizaron marchas y manifestaciones inmensas, intensas. Se intentó arrodear e incluso reasaltar el cortijo principal donde se reunía el conciliábulo de los capataces más lustrosos. También hubo algaradas en torno a otros cortijos dispersos por el territorio que ocupaban los capataces de segunda división. (La pasión por el fútbol lo había teñido todo de corto). Mucho vocerío estéril, porque los lacayos congregados al amparo de sus poltronas no podían disponer nada que perjudicase a sus señores. Continuó habiendo voces, manifiestos, sesudos estudios y explicaciones varias –incluso científicas– del desastre. Cada cual aportó su saña o su desesperanza.
Los capataces asistían atónitos al espectáculo, creyéndose capaces de resolver la situación. (Capataces capaces, gozosa fantasía). Aceptaban que el descrédito les envolviera y el desprecio se cebara en ellos; era una servidumbre previamente convenida, una cláusula del pacto tácito establecido con los amos de los diversos latifundios: sin el sostén de éstos, ellos seguían siendo nadies.
Así las cosas, no hubo en aquel país una mente luminosa que propusiera arrodear los palacios de los señores, sus suculentas mansiones, para decirles con sosiego y humildad –no le cuadra otra postura al siervo de los siervos, acéptese la redundancia– que ya estaba bien de cachondeo. Si alguien lo hubiera hecho, quizá los poderosos, los señores, los caciques, los dueños de la hacienda, algunos de los cuales habían sido investidos doctores honoris causa por sus lacayos con el aplauso idiota de la plebe abotargada, hubieran hecho oídos sordos o, en un alarde de lesa agilidad, mutis por el foro. Como siempre lo hicieron, o lo intentaron, a lo largo de la Historia universal.
Aunque en estos tiempos de tantísimo progreso, de tantísima tecnología, se les ha quedado corto y como viejo del foro (por la izquierda o por la derecha), y prefieren tomar su jet privado y dirigirse hacia los paraísos que se han ido construyendo con el sudor de la frente de los siervos y la mirada beneplácito de los lacayos. Unos paraísos de doble faz y envergadura: la placentera y la fiscal.