A una persona que habla sola por la calle con la mirada perdida se le puede confundir con alguien “normal” y tener una enfermedad mental, como casi el 30% de las personas sin hogar en España.
Casi el 30% de las personas sin hogar sufren depresión crónica, trastornos bipolares o esquizofrenia, las enfermedades mentales más frecuentes, según estudios realizados en España. En las cárceles se han detectado cerca de 2.000 casos de trastorno psicótico, casi el 3% de la población reclusa y más de 7.000 personas con patología dual, agravada por el consumo de drogas. Más del 3% de los internos había estado en un centro psiquiátrico antes de su entrada en prisión.
En España se han cerrado la mayoría de los manicomios, con la convicción de que las familias se ocuparían de sus familiares con enfermedad mental. Esta pretensión tomaba como premisa unas redes familiares sólidas, pero quienes no las tuvieran o quienes llegaran de otros países se quedaban en el limbo afectivo y de cuidados profesionales. También hubo familias incapaces de lidiar con enfermedades para las que se necesita el apoyo de psicólogos, psiquiatras, enfermeros, terapeutas, auxiliares clínicos, cuidadores y trabajadores sociales.
Una joven española cuenta en un reportaje de El País cómo se pasa de la depresión al calabozo. A un amigo suyo le diagnosticaron esquizofrenia cuando había pasado de una cárcel mental a una cárcel real, aunque había ido al médico con un cuadro depresivo severo antes de ingresar.
Mercedes Gallizo, Directora de Instituciones Penitenciarias en España, opina que la prevención y tratamientos adecuados evitarían algunos delitos. Sin embargo, primero se necesita un diagnóstico, algo que se complica cuando faltan los recursos, se habla poco del tema y se mantienen los estigmas sociales.
Los trabajadores de instituciones penitenciarias coinciden en que los servicios médicos y de enfermería en las cárceles se encuentran saturados, lo que impide que llegue la atención especializada que necesitan las personas con enfermedad mental. Por su parte, los expertos en salud mental sostienen en que el entorno penitenciario dificulta la recuperación de las personas con patologías y agrava su situación.
Las personas encuentran un panorama similar cuando acaban en la calle. Aunque muchas de ellas ya tenían trastornos mentales, problemas con el alcohol o las drogas, la vida en las aceras dispara el aislamiento social, la pérdida de contacto con la realidad y el consumo adictivo de sustancias en un deterioro progresivo del que no se puede salir solo.
Psicólogos de calle y trabajadores sociales se coordinan con recursos municipales y con organizaciones de voluntarios en las calles españolas para detectar casos de enfermedad mental. Sin embargo, ningún tratamiento es posible sin el consentimiento del enfermo. Además, los recursos se ven desbordados frente a un fenómeno que se agudiza con la creciente llegada de inmigrantes con menos posibilidades de encontrar trabajo y con la crisis económica. Desde que se ha disparado el desempleo, miles de personas acuden a los comedores y los roperos sociales mientras buscan una salida o encuentran el final de la crisis.
La situación se reproduce en las ciudades de países ricos y empobrecidos del mundo. Los teporochos en México se emborrachan hasta tambalearse y miles de niños, como sucede también en ciudades marroquíes, inhalan pegamento para no sentir el frío de la calle. Muchos de ellos tienen trastornos mentales o los desarrollan por las circunstancias. En Estados Unidos, muchas de las personas que caminan sin rumbo por las calles son Veteranos de guerra, considerados “héroes” cuando el pueblo “apoyaba” las guerras que produjeron muchos de los trastornos mentales.
El lenguaje constituye la primera barrera para acercarse al problema si se habla de enfermos o de “locos” y no de personas con enfermedad mental. Con poca probabilidad se van a destinar recursos necesarios a quienes no se les reconozca como personas.
En un seminario de formación para voluntarios de la ONG Solidarios para el Desarrollo, la psicóloga Ana Belén Sánchez pedía a los voluntarios que apuntaran en su papel si en algún momento de sus vidas habían manifestado alguno de los síntomas de esquizofrenia. Aunque ningún papel quedó en blanco, la sociedad mantiene una línea que separa lo “normal” de lo que no lo es. Así, aparentar normalidad suena como la mejor opción.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista