Casiano recuerda el día que comenzaron las obras en el barrio. En el mismo solar en el que en tiempos se levantaba el mercado, un buen día llegaron las máquinas. Un enorme agujero surgió casi de la noche a la mañana en medio de un polvo que se empeñaba en meterse por cada garganta y en cada casa. En pocos meses un nuevo supermercado de colosales dimensiones presidía el barrio con buenos precios, carnes brillantes en paquetes de plástico, brillantes tomates de plástico, madalenas de plástico y pescados en bandejas de plástico y en donde también se paga con tarjeta de plástico.
Los comerciantes del barrio no salen de su desesperación al ver cómo su género ya no sale por la puerta al tiempo que el dinero de ya no entra en la caja. Están cerrando sus ilusiones y los negocios de siempre mueren sin remedio
Y Casiano recuerda aquel lejano día en que todos los segadores levantaron la vista de la mies cuando también vieron la enorme polvareda que predecía a aquella máquina infernal capaz de, con un sólo hombre a los mandos, realizar el trabajo de dos docenas de jornaleros. “¿Qué vamos a hacer ahora?” Se preguntaron desconcertados. “Ir a la ciudad”, decían todos, “a aprender nuevos oficios” Y poco a poco el pueblo también fue muriendo a medida que morían los viejos que en él quedaron.
Casiano llega a casa con el pan comprando en la única panadería de verdad que queda en el barrio, en la que sólo venden pan. Y mira a Mariana que sabe que ya no preparará ningún ajuar; Carmencita y Merceditas están en Alemania, cogidas de la mano de sendos alemanes rubios y frondosos. Trabajando, claro. Y también sabe que no volverán, del mismo modo que ella y Casiano ya no han regresado al pueblo.
Porque también lo saben y callan; saben que las grandes polvaredas no presagian nada bueno para quien trabaja la tierra.