Vivimos en el mundo de los castillos en el aire, en un mundo financiero en el que ya nada es lo que parece, y todo es cuestión de engañar, al otro o a uno mismo, para ir ganando tiempo mientras se va ganando dinero, sin importar quién se quede en el camino o a quien pisoteamos.
Me viene a la cabeza la imagen de Michael Douglas en la película «Wall-Street». Todos pensábamos que era un tipo despreciable al que ninguno queríamos parecernos, pobre inocente, ahora, con la que está cayendo, su personaje se ha quedado como cualquier personajillo de un cuento nórdico, todo ternura, todo inocencia, todo paz interior.
La especulación se ha apoderado del mundo, no ahora, sino hace unos años, y nadie parece percatarse de ello, o atreverse a atajarlo. Todos los gobiernos nacionales temen que una acción individual pueda provocar consecuencias irreparables para la economía del país en cuestión, y los acuerdos supranacionales son totalmente imposibles por las urgencias electorales de cada dirigente.
La situación queda, por tanto, en una asimetría perniciosa que nos condena a estar gobernados por unos cuantos especuladores poderosos capaces de generar toda una concatenación de decisiones microeconómicas individuales a través de rumorologías más o menos fundadas, capaces de destruir países, económicamente hablando, y llevar a la bancarrota a cualquier empresa de postín.
Ante este tipo de sanguijuelas (podría utilizar otro sustantivo, pero no se lo merecen), no queda otra que acciones supranacionales como acertadamente han tomado los gobiernos europeos este fin de semana. Una acción que llega tarde, como siempre en política, pero que ayudará a paliar en gran medida, el temor de los inversores ante una hecatombe del Euro.
Ahora sólo queda que cunda el ejemplo, y que la Unión Europea deje de ser una Unión Económica y se convierta en una Unión Política-Económica, pero de verdad, no de cara a la galería.
